El domingo de esa tercera semana de julio de 2005, desaparecidas ya las hordas brasileras de Montreux, nosotros abrimos el día con una caminata de cinco kilómetros desde nuestro hotel hasta las puertas del legendario Castillo Chillón, donde se dice que estuvo preso el poeta Lord Byron. El recorrido es un interminable jardín que bordea el lago Leman entre chalets, mansiones, hoteles y viñedos, y ríos transparentes que llevan sus aguas al lago. Allí compre, en un quiosco de libros de segunda, El testamento de Dios, de Bernard Henry Levy.
De regreso fuimos entonces al Grand Palace Hotel para la semifinal del Concurso Internacional de Solistas de Piano que tenía como participantes a seis jóvenes que tocarían para un jurado conformado por Joe Sample, George Duke, el pianista Roby Weber, Kurt Weil, y Jean Claude Reber.
La atmósfera tensa y ceremonial fue rota bruscamente por Sample quien aconsejó a los concursantes “no darle demasiada importancia a un jurado de mierda y a unas personas que estaban allí con la morbosidad de ver lo que pasaba”. Y dicho esto, salió a escena el joven australiano Matt Baker, aventajado pero nervioso y errático en algunos pasajes del tema obligatorio Giant Steps de Coltrane cuya aproximación conceptual y novedosa merecía mejor suerte.
Siguió el norteamericano Adam Birnbaum, joven compositor e intérprete de música clásica y jazz, que abrió con una personalísima versión del clásico St. Louis Blues de W.C. Handy y el efecto de su piano vigoroso y correcto y un swing virtuoso empezó a causar sus efectos en la sala. Su Giant Steps, sencillamente asombroso, cerró su presentación.
El tercer turno fue para el búlgaro Dimitar Bodurov que nos entregó un blues de Ellington magníficamente interpretado, una pieza propia y su Giant Steps lleno de recursos admirables. Notable pero un poco frío. Vino luego el hijo del gran guitarrista brasilero Baden Powel, el joven Philippe Baden Powel de Aquino quien de una manera personal interpretó la pieza de su autoría y un Giant Steps sin mayores sorpresas pese a un lenguaje sensiblemente propio.
Nial Djuliarso de Indonesia no se presentó y le tocó cerrar el examen a un genio polaco de 21 años que tocó dos piezas de su autoría mucho más cercanas a lo clásico que al jazz. Su Giant Steps estuvo cruzado de fórmulas técnicas clásicas y del mejor jazz que es posible aprender. Excelente su endiablado Donna Lee de Charlie Parker.
De ahí corrimos al Auditorio Stravinsky al concierto de la noche para ver al gran Ibrahim Ferrer y la superbanda que lo acompaña bajo la dirección del trombonista Demetrio Muñiz, el pianista Roberto Fonseca y la presencia de Cachaìto, Mirabal, Aguaje, Javier Zalva, Inadia Valdez y un cuarteto de cuerdas. La sala llena hasta los topes esta vez con sus 4.000 personas sentadas para disfrutar un concierto soberbio que arrancó largos aplausos no solo para los solos geniales de Fonseca, Zalva, Mirabal o Cachaìto, sino para la experiencia total que representaba el espectáculo de un bolero revisitado en virtud de nuevos arreglos y ejemplares interpretaciones, sino a la gracia extraordinaria y a la veteranía de Ferrer que sabía manejar a la perfección los desajustes naturales de una voz y una humanidad de 79 años.
Brian Wilson y The beach boys, Festival de Jazz Montreux, 10 de julio 2005
Le seguiría en la noche Brian Wilson con su banda de sobrevivientes de The beach boys, corregidos y aumentados, pero luego de los cubanos de Ibrahim era casi imposible recibir de buen agrado a una banda con más instrumentos que talento. Cinco teclados, dos sets de percusión un bajo y tres guitarras, saxo, trompeta y trompa, y todo eso para no regalarnos un solo que valiera la pena musicalmente. Los boleros de Ibrahim tienen más de cien años y están intactos y han sido vestidos con solos y soluciones jazzísticas. Los temas de Wilson no llegan a los cuarenta años y estaban interpretados con más sofisticación en el ruido que con talento musical. Con el perdón de los nostálgicos de esa época.
Al día siguiente, la jornada estuvo concentrada primero en la historia de la ciudad: un largo paseo por sus calles, que es fundamentalmente un paseo por su arquitectura y su paisaje urbano y humano en el que están perfectamente armonizados pasado y presente, y luego una visita al Museo de Montreux, una memoria de la ciudad que tiene como sede una vieja casona medieval de espacios incómodos donde en pequeñas salas se organizan documentos y objetos, y allí mismo, regada ingeniosamente por distintos rincones, una exposición sobre la vida y obra del gran pintor expresionista Oscar Kokoschka, huésped por largos años de Montreux.
De allí salimos para ver nuestra sesión de archivos del festival que esta vez nos ofrecía el concierto del celebrado grupo de rock Radio Heads, y luego salir al parque lineal del lago para apreciar una muestra de la cultura marroquí que incluía delicias de su cocina, literatura, fotos y videos, y una muestra de música tradicional en vivo con temas que parecían tener a veces el ritmo de aquellas memorables guarachas de Aníbal Velásquez. Como aquellas bandas de la India que tocan también algo parecido a nuestros fandangos sinuanos. Vainas de las civilizaciones.