Con la galantería del alegre y el llamador, doy rienda suelta a la desnudez de mis miedos y sombras, como nunca antes había confesado a nadie, recuerdos que estaban guardados en lo profundo de mi memoria montemariana, que hubiese querido borrar y que el paro armado del 31 de Marzo y el 1 de Abril de este año, desempolvó. ¡Gloria a Dios por aquellos a los que la violencia no ha tocado, ni que los toque! Porque aún sin ser víctima, al día de hoy la persecución de los fantasmas de mi niñez me alcanzó. Estoy en un punto medio entre la barrera y la arena; no hizo falta que el toro me atravesara para sentirme en la faena. Cualquier persona que me conozca y lea esto, se asombraría de que me pase --para mi madre sería increíble--, soy el pilar de la templanza y la entereza de mi familia: siempre fuerte. No obstante, recuerdo mis muertos y los lloro, sufro por mis mujeres abusadas, por mis niños huérfanos.
¿Un Paro Armado? No concebía esta idea ¿Por qué? Después de ver fotografías de vehículos quemados, asesinatos, heridos, amenazas y escuchar uno que otro audio aterrador, dormir fue imposible para mí. En principio tenía miedo de que en esa precisa fecha había invitado a mis papás al Rodadero en Santa Marta. El viaje de Barranquilla a nuestro destino me intranquilizaba: tuve miedo, no lo dije a nadie, nada malo sucedió ¡gracias a Dios!, pero cuando vinieron los fantasmas del pasado, regresó el dolor y el miedo por el terror de mi infancia.
El Carmen de Bolívar, finales de los 90- principios de la primera década del 2000.
-Niña, ¿te acuerdas del “Mono” el señor que nos lleva a Cartagena?
-Sí, mami
- Quemaron la buseta y lo mataron.
-Seño Aleidys ( mi madre), hay un muerto en el arroyo, se llama Carlos.
-¡Niña vamos a verlo!, porque tu hermano no ha llegado y tiene el mismo nombre.
No era mi hermano, pero ya ver muertos era usual.
Ocho de la noche en la terraza de la casa familiar, pasan unos hombres cargando una hamaca con la mitad del cuerpo de un hombre con vida: había pisado una mina antipersonal y todos los intestinos se le veían.
Nueve de la noche. Sonó la primera explosión de las 13 que acabarían todas las tabacaleras en unas horas. Salimos despavoridos de la casa. Yo salí en pantaletas mostrando mi infante cuerpo de 9 años y mi tía me cubrió con una sábana.
Pudiera enumerar muchos otros recuerdos, como las vacunas por parte de la guerrilla y luego de los paramilitares. Cada vez que iban a pagarlas no sabíamos si esa persona volvería. Dos secuestros en mi familia, en fin y lo que definitivamente marcó mi vida, los relatos de los otros.
A la empleada doméstica de mi casa le habían asesinado dos hermanos: les cortaron la cabeza.
Una señora de una vereda me contó cómo tomaron una mujer embarazada y le abrieron su abdomen: el bebé cayó al piso y ella murió desangrada.
Recuerdo que cuando estaba leyendo el libro sobre la masacre de “El Salado, Bolívar” entré en una depresión tan aguda que mi mamá no me dejó terminarlo.
Y es que leer cómo tres hombres violan a una niña de 15 años cuando tú tienes casi esa edad es aterrador. Peor cuando mi mamá llegaba del colegio en el que dicta clases contándome cómo sus estudiantes le relataban la manera en la que descuartizaron a sus padres delante de ellos. ¡Lo siento! Es demasiado para mí escuchar sobre violaciones masivas, empalamientos vaginales y anales, ver muertos y más muertos, llorar con tu amiga de 10 años con la que juegas muñecas porque matan a su papá y ver cómo ella exhibe el sombrero donde se observa la trayectoria de la bala que atravesó su cabeza. Aquí es donde quisiera mandar al carajo a mi fotográfica memoria. ¿A quién le gustaría recordar cómo quemaban vivas a las personas? O cómo le introducían una escopeta a una mujer en su vagina hasta llegar a la garganta. O cómo se veía tu casa con los grafitis de la guerrilla; cómo mataron a los papás de tus amigos o a los amigos de tus papás que te paseaban, que te cargaban, te compraban helado y te daban regalos, pero luego enterarte de que los abrieron con una motosierra. ¡Qué horror!
Mi percepción de la política cambió radicalmente con cada suceso, mientras desarrollaba una vida de niña, adolescente y mujer común, con mis fantasmas dormidos y mudos hasta hoy. Recuerdo que me encerraba en mi cuarto a clamar a Dios por todas las personas que estaban en mi situación, o peor que yo, y luego salía a dejar en mis pasos de baile o discursos escolares el gozo que permanece en mí a pesar del dolor. Me duele Colombia hoy, porque lo que vi en ese paro armado fueron las escenas a las que me enfrenté. Por nada quisiera que las generaciones venideras las vivan: basta de pensar en Santos y Uribe. Colombia, no son ellos dos, Colombia eres tú y soy yo; no podemos endiosar humanidades, lo que permanece es el deseo de vivir mejor y considero que encontrarte en el otro que es como tú, es un excelente camino.
¡NO TE DIVIDAS COLOMBIA!, que el odio de otro no te contagie, ¡AMA! ¡AMA! ¡AMA! Y mil veces ¡AMA!
La finalidad de esta columna no son mis fantasmas: estamos enteramente conectados con algo que marcó a Colombia. He contado la manera como lo viví yo, a sabiendas que cada uno tiene la suya. Siempre había querido liberarme de esto y narrarlo es una forma de sentirme mejor. El siguiente paso es pararme y sostenerme en mi inquebrantable fe, en el Dios que amo y finalmente extender una invitación a quien con un acto humano me inspiró a reconocer mi temor o mi dolor y comprender que no es sinónimo de debilidad. Profesor Humberto Coronel, expresar el vacío que deja la guerra y el dolor de nuestros muertos es un acto de valentía. Con el relato sobre el asesinato de su padre comprendí que aunque ya le había hecho frente a mis errores, me hacía falta hacerle frente a mis miedos y que debo amarlos, porque es mi forma de doblegarlos. A usted profesor, y a todo el que me lee y se identifica, quisiera decirle: demos el siguiente paso: amarnos, unirnos y no permitir que nos dividan. Colombia, tu partido es el del amor, eres más que un sistema, recuerda que te hablo a ti Colombiano ¡Porque Colombia eres tú!