En el principio fue Celia.
Más allá de su pudrición de setenta y siete años, de sus doce hijos y de sus largos veranos de polvo y almendros.
Y antes que cualquier otro paraje de encantamiento, ya era Cedrón con sus patios de salitre y nísperos.
Sus brujas y salamandras doradas perdiendo a los navegantes que se aventuraban por las radas de su golfo.
Cuando Úrsula apareció, ya Celia era una abuela sabia y robusta que se sabía de memoria el alfabeto de los magos, las cartas de la baraja y todos los números de la suerte.
Conocía el mar como la palma de su mano y adivinaba por el olor a yodo del viento de marzo las buenas o las malas noticias, la muerte de un papa o la crucifixión rediviva del nazareno de Tolú en este, el otro y cualquier lado del mundo.
Ya para entonces, Cedrón no tenía que envidiarle nada a los recovecos de la soledad y el insomnio iluminados por el neón de los avisos de plástico y las esteras voladoras, pues en su geografía de sabanas y de yodo se conocían desde los días iniciáticos del mundo el hielo y los daguerrotipos.
Y antes que en Macondo, fue en su plaza flanqueada por almendros de hojas rojizas que los primeros gitanos que arribaron a estas tierras, hicieron sus trucos de magia, leyeron la suerte y llevaron el más grande invento de todos los tiempos y edades: el hielo.
Cada cual por su lado llegó a lo que venía. Unos, echando toda clase de suertes, leyendo las cartas marcadas de la baraja y comprando caballos viejos para brillarlos, enjaezarlos y venderlos tantas veces como fuera posible como caballos nuevos.
Los otros, los gringos, menos soñadores y más pragmáticos, llegaron a Cedrón para sembrar un tubo, largo como la cola del mundo, que se metía como raíz de yuca en lo profundo de las selvas del sur y acababa en la mitad del mar lleno de un aceite grueso y viscoso, que creyeron al principio los habitantes de Cedrón era el aceite de todos los cocos de sus vecinos.
Un día de abril, resucitada del arrume de piedras de la ingratitud, el olvido y la desmemoria, una luz de ultramar nos dio la gracia del prodigio de ver a Celia levantarse del túmulo en el que yacía y susurrarnos con su voz de patio, de abuela inmarcesible, “aquí estoy yo”, “nunca me morí”.
Resucitada del arrume de piedras de la ingratitud, el olvido y la desmemoria,
una luz de ultramar nos dio la gracia del prodigio
de ver a Celia levantarse del tumulto en que yacía
Rubia y sólida como aquella mañana del 26 de diciembre de 1871, cuando desmontó del caballo que la trajo de Ovejas para sembrarla por siempre en una casa de palma levantada en la plaza de este pueblo, en el que el viento tenía un olor distinto al que soplaba en el suyo de cerros y neblinas.
Y los arcoíris tenían dos o tres colores de más y el estrépito de los truenos era como una música que corría por sobre las olas y se metía de contrabando en el mar.
Con tanta memoria a cuestas hubo un tiempo, sin embargo, en el que Celia se podría viva en el olvido, en la sinrazón de las incomprensiones y en el cepo de la indiferencia.
Un tiempo en el cual sus cientos de años y su sabiduría de abuela totémica y sabida de todas las artes se volvió polvo.
Polvo de olvido. Solitaria luciérnaga a la que le negaban la noche para desplegar la potencia de sus destellos, la sonoridad de su canto y el halo de su encantamiento.
Hasta aquel día, ¡carajo!, que alguien se atrevió a cortar el nudo de la mezquindad sin consultarle al oráculo. A quitarle la venda que le impedía volver por los pasos de su prodigiosa visión.
Por los senderos de la casa, crepitando con las hojas de los almendros del patio inmarcesible volvió sin la costra de pesadumbre y de podredumbre que le habían echado encima, revestida de la potente, hirviente, perpetua lumbre, que nació con ella.
Volvió robusta y tierna como Héctor, aquel muchacho grandote y tierno que la engendró y la llevó en su vientre y, ¡por fin!, lo dejaron parirla en el tiempo de todos los tiempos.
De todas las edades.
Poeta
@CristoGarciaTap