Memoria dañada
Opinión

Memoria dañada

Es frecuente oír de los gobernantes que su responsabilidad se origina por la culpa y defecto de su antecesor -el retrovisor- forma sistemática de mal gobierno

Por:
noviembre 27, 2018
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Es innegable que la fuerza motriz de todos aquellos que ostentan —o aspiran— al poder político es la vanidad. Más allá de las razones, viles o bondadosas, secretas o vociferantes, que llevan a cualquiera a desear una corona, un trono o una banda, yace una pesada y peligrosa verdad: un poderoso no es otra cosa que una víctima de sí mismo. La vanidad, a pesar de ser un sentimiento común a todos, es altamente inflamable en todos aquellos que reclaman del mundo —como un derecho inherente e irreversible— la asignación de un privilegio, el reconocimiento de cierta supremacía o algún tipo de celebración, pedestal o altura.

Ha sido común en la historia de la humanidad que dicha vanidad política se manifieste en el intento de controlar la memoria colectiva. En efecto, la memoria siempre ha sido un botín apetecido por los poderosos, quienes la conciben como un acceso directo a su más suntuoso propósito: la inmortalidad. Una de las formas más comunes de este control, observada en civilizaciones y culturas de diverso origen, ha sido la denominada damnatio memoriae o condena a la memoria, practicada por muchos, para borrar, para siempre y de una vez por todas, el legado de sus antecesores, caídos en desgracia o rumor o simplemente sometidos al juicio imparcial de la muerte.

 

 

Cuando la condena a la memoria se sentenciaba,
el castigo, más allá de afectar al otrora poderoso, implicaba
la destrucción de un bien colectivo: la posibilidad colectiva de recordar

 

 

Cuando la damnatio memoriae, se sentenciaba, el castigo, más allá de afectar al otrora poderoso (emperador, cacique o sultán) implicaba la destrucción de un bien colectivo: la posibilidad colectiva de recordar. En ese sentido, la destrucción de un monumento, la profanación de una tumba o la quema de registros o libros, más que afectar al condenado, afectaba —y afecta— sustancialmente a una sociedad, que dependía —y depende— de la capacidad de aprendizaje y reflexión que surge de una observación integral de su pasado.

En efecto, el progreso humano requiere no solamente de esa mirada al pasado, sino de la capacidad misma de llevarla a cabo. La damnatio memoriae mutila parte del relato necesario y fundamental para poder responder la incógnita más frecuente de la humanidad: ¿de dónde venimos? Como consecuencia de esa mutilación, el mito de nuestro origen queda incompleto, sesgado y de alguna forma minusválido, al ser sometido al control y edición oficial de un gobernante (su vanidad institucionalizada); un sistema de censura histórica que, sin duda, también se aplica en la actualidad.

Curiosamente, hoy en día, la damnatio memoriae es practicada de una forma más sospechosa y oscura. Es frecuente oír en los discursos políticos de los gobernantes de turno, que su responsabilidad no es tal o cual, sino que se origina por la culpa y defecto de su antecesor. Este falso argumento, se ha convertido en una forma sistemática de mal gobierno, en donde jamás se asumen las consecuencias de los actos, al contarse con un as interminable bajo la manga, descarado e infantil: yo no fui, fue él. Dicha conducta reduce el ejercicio político a una asignación eterna de culpas —el famoso retrovisor­— que conduce, sin más, a la interrupción explícita del porvenir. En otras palabras, las verdaderas medidas de transformación política, económica y social, por naturaleza toman tiempo y demandan cierta continuidad, lo cual se hace imposible si al pasado solo se le mira como una excusa al presente y no como un punto de partida hacia el futuro. La vanidad del gobernante le exige que sea él, y solo él, quien dé el primer paso; que sea él y solo él quien rompa la historia en dos; que sea él, y solo él.

Se ha repetido hasta la saciedad que quien no conoce su historia está condenado a repetirla, pero los efectos y consecuencia son aún más graves. Una historia contada -y borrada- a medias es una oportunidad perdida para concebir al pasado como un prisma de observación de nosotros mismos; por supuesto, con sus carencias y fortunas. En ese sentido, reitero, la memoria es un ejercicio que depende de qué tan íntegra es nuestra capacidad y posibilidad de recordar. Vale la pena anotar, que para el vanidoso, es más fácil prolongarse en el poder, cuando convierte su oficio en un espejo mágico que descarta sus fracasos y exagera sus aciertos; un látigo invisible que daña a todos los que aceptan, sin objetar, la fábula que relata el poderoso que empieza y termina con un sonoro -y exclusivo- yo.

@CamiloFidel

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