Soy ateo. Desde la primera comunión no me como una hostia. Estoy convencido que el Cristo histórico nunca existió. La Iglesia falseó los escritos de Flavio Josefo para darle una connotación real al personaje, pero es pura paja. Pablo tampoco existió ni mucho menos Pedro. Lo que sí estoy convencido es que con todo lo pedófilos que puedan ser, con su hipocresía homófoba, con la debilidad que sienten por los ricos y poderosos, con lo alcahuetas que fueron con tiranos como Hitler o Mussolini, sí es mucho mejor un cura que un pastor evangélico. Al menos para llegar a serlo tuvieron que estudiar filosofía y la seudociencia esa de la teología. Un pastor evangélico no tiene mayor mérito que el de su labia, corbatudos de Biblia, mercaderes de fe que ponen sus manos en las billeteras de los esposos y en los escotes de las esposas.
Hay excepciones, por supuesto. Darío Silva, el fundador de Casa Sobre la Roca es un tipo inteligente y honesto, cómo no. Hay otros con los que se puede conversar sin que le escupan a uno su aliento de fanático. Pero muchos de ellos son chusma que se aprovechan de la ignorancia de miserables que están desesperados por falta de plata, porque sus parejas les son infieles, porque son tan feos y pobres que nadie los mira, porque su hijo les salió homosexual y el sexo anal es uno de los pecados más horrendos o si no miren como Dios destruyó a Sodoma.
Donde llegaran a tener la oportunidad
destruirían catedrales y todo el arte colonial de Latinoamérica
como cualquier Al-Baghdadi entrando a Aleppo
La Iglesia católica, con todos sus problemas, al menos ha producido arte. Las iglesias de Quito son una muestra de ello. Los pastores evangélicos se rasgan las vestiduras al ver un portento hecho con 52 kilos de oro que es la iglesia de la Compañía de Jesús. Su construcción, a cargo del hermano jesuita Marcos Guerra, duró 160 años. La cifra de lo que costó es incalculable pero ahí está, una obra tan fastuosa e inmortal como cualquier pirámide egipcia o maya. Los pastores evangélicos se rasgan las vestiduras ante tamaña obra. Los acusan de cometer el pecado de la vanidad, de insuflar el ego ante esa monumentalidad. Pastores evangélicos que andan en jet privados como Cash Luna o Dante Gebbel se atreven a decir esas cosas. En mi ciudad, en Cúcuta, el hombre más importante es un pastor que llegó hace 25 años. Construyó un templo horroroso y gigante en el barrio los Pinos. Nadie sabe cuánto costó, lo único cierto es que en el caben más de 5000 personas y que el tipo tiene tanta gente que lo sigue que, si quisiera, podría poner hasta alcaldes. Al menos eso es lo que dicen. A él todo ese arte del gran maestro Nicolás Javier de Goribar, con sus pinturas de profetas y todo eso le debe parecer una profanación, una herejía. Claro, en ese sentido los pastores evangélicos son casi tan peligrosos como los fundamentalistas de Isis y donde llegaran a tener la oportunidad destruirían catedrales y todo el arte colonial de Latinoamérica como cualquier Al-Baghdadi entrando a Aleppo.
Sí, Darío Castrillón es un tipo soberbio. Fue discípulo de Miguel Ángel Builes, el obispo de Santa Rosa de Osos que decía que matar liberales no era pecado. Vive en el Vaticano y cada vez que se levanta observa el balcón del papa Francisco. Con todos sus defectos es un hombre que aprecia la música de Bach, que ha leído los poemas de Sor Juana Inés de la Cruz, que se tuteaba con García Márquez. Del otro lado los pastores evangélicos de mi país el único roce cultural que tienen es con Alejandro Ordóñez. Incluso, ya hay un plan para montarlo en la Presidencia. Pobres incautos, no saben que un lefevrista como él lo primero que haría sería cerrar sus iglesias de garaje. Por eso es que hasta de pronto me anime y vote por el exprocurador. Alguien tiene que hacer algo para contener esos fanáticos incultos que ya hasta congresistas son.