Con el frío bogotano el hambre se dispara. Nada mejor que buscar las mejores picadas en Bogotá: morcilla gallina y chicharrón de la mejor calidad. Si usted vive en Chapinero no debería tener problemas para darse un gusto de estos. No es necesario cruzar hasta el otro lado de la capital para darse un atracón. Doña Nieves puede resultar siendo una opción de primer nivel. Su espacialidad son los huesos de marrano. Los sábados, por lo general, cuando la sed del guayabo apremia, es el día indicado para ir. Las sopas también son una cosa del otro mundo. La tradición de Doña Nieves ya cumple 70 años. Una costumbre que nunca muere. La gallina asada al carbón de este lugar es una verdadera delicia.
En pleno barrio CAFAM de Bogotá está el Gallineral, haciendo alusión al famoso parque de San Gil. Allí se puede pedir un sancocho de gallina que es para chuparse los dedos. El costo nunca supera los 20 mil pesos.
Sobre la avenida Villavicencio, en la localidad de Kennedy, está el otro gran piqueteadero bogotano, San Jorge, quien soportó a las restricciones de la pandemia. Fue fundado hace décadas por Don Jorge Benavides y actualmente es atendido por sus hijos. Las filas son infinitas, sobre todo los domingos.
Y para lo último dejamos a la joya de la corona, Doña Segunda. Su historia lo cuenta el periodista Mauricio Cardenas:
“Desde hace más de cinco décadas la fritanga de Doña Segunda está en la plaza del 12 de octubre, en el norte de la ciudad, un sector comercial muy concurrido, a donde doña María Segunda Fonseca se instaló después de varios ires y venires.
Tenía 20 años cuando, embarazada y con cuatro hijos, llegó a Bogotá en 1954 huyendo de los golpes de su marido, el entonces alcalde de Socotá, Boyacá. Se casó obligada a los 17 años, con el manda más del pueblo, que ya pasaba los 60.
Después de pedir posada donde una tía que le tendió la mano por algunos meses, se volvió a unir con otro hombre con quien tampoco resultaron las cosas, pero que también le dejó otros cuatro hijos. Sola y con nueve hijos encima empezó una travesía por Bogotá que no parecía nada fácil. Pero la suerte le tenía preparado un buen banquete que empezó a cocinarse de a poco.
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La lotería de Boyacá cayó con un número que ya ni recuerda, al que le pegó. Solo había comprado un quintico. El premio le alcanzó para comprar un lote y levantar, con la ayuda de su hijo mayor, una pieza donde dormían los diez.
María Segunda Fonseca recordó las enseñanzas culinarias de su mamá, así que se fue para el matadero, que en esa época quedaba cerca a la Floresta y compró un marrano. Lo porcionó, lo cocinó y lo metió en una olla llena de papas guisadas que sin pena vendió en la plaza central del barrio 12 de octubre, mientras que sus hijos mayores cuidaban de los más pequeños. En un par días vendió todo el animal.
De igual manera recordó cómo su mamá hacía la rellena, copió cada uno de los pasos y también se sentó a venderla en la calle. Fue el gran negocio. Todos los comerciantes del sector empezaron a reconocerla por el sabor de la rellena y era lo que sus clientes más le pedían.
Durante un par de años se acomodó en uno de los corredores de la plaza y en una olla mucho más grande vendía su ya famosa morcilla. En 1958, el dueño del local de la esquina nororiental de la plaza le vendió su negocio; fue allí donde doña Segunda empezó lentamente con el piqueteadero que hoy vende la rellena más rica de la ciudad, según lo dicen comensales que se hacen expertos en la tradicional comida popular.
En febrero, antes de la pandemia, que también la afectó, como a todos los restaurantes, tuvo que cerrar su tradicional local donde vendió durante 62 años. Una disposición de la Alcaldía que ordena que ningún restaurante debe tener venta directa hacia la calle la obligó, a regañadientes, a trasladarlo dentro de la plaza. Le hizo el quite a la norma por unos meses hasta que le tocó hacer caso. Un mes después llegó el Covid y cerró definitivamente. Intentaron sostenerse con domicilios, pero no fue nada fácil.
Desde siempre sus hijos la han acompañado en el trabajo. Actualmente seis de los ocho están junto a ella (el mayor falleció) y se reparten las tareas. Miguel se encarga de entregar y cobrar pedidos, así como de los negocios con el matadero y de que no falten las carnes. Las cinco mujeres restantes: Rosa, Doris, Sabina, Martha y Mercedes son quienes se dividen por días la preparación secreta de la morcilla, la cocción de la gallina y la atención de la registradora. También hay varios nietos que trabajan en el negocio.
Solo durante los meses de la cuarentena obligatoria por el covid-19 se alejó de su negocio del que ha estado al frente desde el primer día. También estuvo ausente cuando hace un par de años viajó hasta Roma, en Italia, para cumplirle una promesa al santo papa Juan Pablo Segundo quien le hizo el milagro de curar de cáncer a uno de sus nietos.
Doña Segunda ya no está metida dando indicaciones en la cocina ni cobrando en la caja, como lo hacía hace unos años. Los 85 que tiene encima le pesan. Ahora vigila todo desde una silla de madera puesta en un local, también de su propiedad, que está al frente del piqueteadero. Desde allí hace cuentas, ordena la entrega de domicilios y da algunas indicaciones con la voz baja y pausada que ahora la caracterizan. Desde aquella silla se da cuenta cómo sus hijos se van ganando la herencia en vida que poco a poco les ha ido dejando, no el negocio en sí, sino la forma de ganarse la vida: trabajando con verraquera tal como ella misma levantó el imperio que lleva su nombre.”