Hace seis años se derrumbó parte del legendario Muelle de Puerto Colombia y casi inmediatamente después sucedió la muerte de la gran poetisa barranquillera Meira Delmar. Dos sucesos que algunos leímos como una doble estocada en el precario corazón de la ciudad. El muelle porque reactualizaba la culpa histórica de Barranquilla en cavar en el mar la tumba paulatina del propio muelle y del puerto, y la muerte de Meira porque con ella se iba una figura simbólica de la ciudad, la única rosa de mostrar al mundo más allá de la farándula, un símbolo de una Barranquilla íntima, culta y exquisita, aunque esto último parezca una invención, o un despropósito.
En efecto, Meira representa una cifra extraordinaria en lo que puede llamarse esa otra manera de vivir el Caribe. Ella encarnaría un buen ejemplo de cómo en el mosaico polifónico de una cultura hecha de tantos y tan diversos asuntos, su personalidad, su historia y su poesía enriquecen esa visión múltiple de lo que somos. Y esta afirmación puede empezar a explicarse desde la idea de que Meira Delmar pertenece a esos cultores de cierta elegancia espiritual, al mismo tiempo sencilla y distante, en la que el conocimiento, la cultura, la investigación y el arte son importantes para la vida. Hablo de una manera de ser en la que el desenfado en la alegría y el festejo ritual no riñen con la delicadeza y lo sutil, y la disciplina y el recogimiento no inhiben el aflojamiento de las tensiones ni las ansias de horizontes que se suponen propias de los hombres y mujeres del Caribe. Rasgos que hacen parte también de una manera de ser nuestra sepultada por el desenfreno y la rumba mediatizada para calcar sobre ese modelo una caricatura que deforma y pervierte nuestro rostro verdadero, nuestra imagen más cierta.
A esa familia espiritual podríamos decir que pertenecen Héctor Rojas Herazo, que desde su patio íntimo y universal pelea con Dios mientras se afeita. Fue él precisamente en la inauguración del Observatorio del Caribe el que esbozó la tesis de que el hombre del caribe era realmente triste, uno que amanece en la plenitud de su infancia y la noche lo sorprende marchito. Gustavo Ibarra Merlano, el mismo que enseñara los clásicos griegos y latinos a Gabo, un místico cristiano en el Caribe, autor de una poesía de extraña elevación con la que sobrevive largos años al oficio de abogado de aduanas, mientras espera que el mar de Cartagena entre súbitamente por la ventana de su oficina en un piso 19 del centro de Bogotá; de Luis Eduardo Nieto Arteta, pensador severo, pionero de nuevos ámbitos filosóficos y sociológicos que no pudo soportar la hostilidad de una ciudad ajena al pensamiento, y se mató. De Julio E. Blanco, la esfinge, educador también, el que tenía en una misma habitación cinco máquinas de escribir para trabajar simultáneamente asuntos de filosofía en artículos, ensayos, libros, traducciones y cartas. De Giovanni Quessep, poeta que comparte con Meira su ascendencia árabe y ha cultivado una estética especial situada en puntos de claro contraste con las maneras habituales del decir previsible de lo que se supone Caribe. O el Adolfo Mejía que estudiaba sánscrito y árabe y francés en la Cartagena exclusiva y excluyente de los 40 y 50, mientras hacía bohemia creativa y ponía a dialogar los motivos de nuestras músicas vernáculas con las formas y estructuras de la gran música universal.
Así, Meira Delmar, con lo que podríamos llamar su recia dulcedumbre, desde su refugio de la biblioteca departamental que hoy lleva su nombre, soportó y sobrellevó durante más de 30 años a gobernadores y politiqueros de todas las raleas, para defender un espacio de solaz y de conocimiento en esa Barranquilla difícil para llevarse bien con el espíritu.
Así ella, en su momento, desde esa orilla propia de la discreción y la reserva se situaba en las antípodas de la furia vitalista del grupo de Barranquilla y del traqueteo de sus parrandas, pero al que, no obstante, por el expediente de la amistad y las ideas se sentía fuertemente ligada. Sin embargo, como lo reconocía el mismo Germán Vargas, Meira podía ser considerada la única mujer a la altura intelectual del grupo.
La idea aquí es proponer una mirada que ayude a contrapesar la percepción equivocada de una identidad que tiene sus complejas razones históricas, sociales y culturales, antropológicas, con una manera distinta de ser y de sentirnos y decirnos en el arte y en la vida, porque también son rasgos consubstanciales a nosotros, usualmente relegados por una difundida actitud exteriorista de un eterno presente en el que puede no ser bien vista la reflexión y la búsqueda de trascendencia.
Y sin embargo, a esa nómina de excéntricos podemos agregar otros nombres: Rafael Carrillo, José Elías Curi, Elías Muvdi, Rafael Caneva. Y así como ellos, a muchos otros, a legiones de coterráneos hechos de la misma madera espiritual a lo mejor sepultada y oculta, mojada su materia combustible por una parafernalia de formas de ser espectacularistas y afectadas por la exageración de la caricatura que todos quieren ver.