El espectáculo mediático que precedió a las primeras jornadas de vacunación en Colombia representa un ejemplo más de lo que Alain Deneault denomina mediocracia, término que designa una lógica del poder, cuya nefasta influencia se ha erigido como baluarte de la mediocridad y el conformismo en el seno de las democracias liberales contemporáneas.
De acuerdo con el filósofo francés, “lo que de verdad importa no es evitar la estupidez, sino adornarla con la apariencia del poder”. Desde esa perspectiva un pequeño “logro” termina convertido en algo “grande” por obra y gracia de la politiquería disfrazada de “altos estándares de gobernanza y valores de excelencia”. Se convierte así en un estado “normal” de las cosas que estamos obligados a acatar, so pena de ser etiquetados como contradictores de un sistema, en apariencia eficiente.
El exhibicionismo no solo es una representación de la banalidad, propia de la civilización del espectáculo, sino que se convierte en un intento desesperado por demostrar que se han hecho las cosas bien. Lo que importa en realidad es el medio con el que se intenta seducir a una sociedad como la nuestra, cada vez más polarizada y proclive a la emocionalidad y a la trivialización. Es así como los discursos se nutren de la necesidad y la esperanza de un pueblo que se niega a reconocer sus propios olvidos o errores, como un paciente afectado de Alzheimer.
En ese orden de ideas, la proliferación de la mediocridad en todas las instancias, incluyendo la política, obedece a la capacidad que tienen algunos sujetos de adaptarse a un sistema en el cual encajan perfectamente, como una pieza más del engranaje. Basta con delegar su poder de pensamiento y su facultad de juicio en una autoridad superior para allanar el camino de su evolución profesional.
Dicho de otra manera: “La mediocridad tiene más posibilidades de alcanzar el éxito” y “los que sobreviven son los mediocres”. Todo esto nos conduce a pensar en un “ascenso de la insignificancia” y en lo que Castoriadis vislumbra como un “conformismo generalizado” y un “orgasmo institucional” en el que los ciudadanos prefieren el gozo de un instante fútil, ofrecido por sus gobernantes anodinos, que la angustia de perder lo instituido.