Algunos médicos no han aceptado del todo la medicina de evidencia. Este es un estilo de medicina muy actual que basándose en la “mejor” evidencia publicada decide y define la conducta médica más recomendable. Oponerse a ella puede ser simple vanidad propia de quien se resiste a abandonar ciertas prácticas clínicas personales a veces erradas.
Ha sido así desde comienzos del siglo XIX cuando Pierre Louis propugnaba su “méthode numérique” con cuantificación de resultados que acabó con la sangría como tratamiento habitual para casi todas las enfermedades revolucionando, tras intensa oposición de sus colegas tradicionalistas, la medicina. Aquellos quienes sangraban pacientes rutinariamente no aceptaron fácilmente la evidencia de Louis que demostraba la inutilidad de ese tratamiento milenario.
Los médicos deseamos la “Verdad” como base de nuestra práctica pero las verdades médicas útiles son difíciles, diversas y a veces contradictorias. A nadie le gusta que le muestren la inutilidad de sus labores y a los médicos nos molesta, seamos sinceros, la crítica a nuestra práctica. Aún aquella basada en evidencia publicada.
Pero como esta evidencia es siempre la interpretación quizás sesgada de unos hechos y cifras puede ser por lo tanto discutida. No hay verdades desnudas de apreciaciones personales. Para dirimir estas controversias se fundó la Organización Cochrane en 1993 que revisaría, criticaría y publicaría la mejor evidencia para muchas decisiones médicas. Sus conclusiones eran consideradas dogma (lo que no existe en medicina) por muchos profesionales de la salud.
Su primer nombre era Colaboración Cochrane pero podríamos decir que dejó de ser colaboración en septiembre de 2018, veinticinco años después de su fundación. Se celebraba en esa fecha en Edimburgo el 25º Coloquio de la Organización y se expulsó un miembro de la junta directiva por su “conducta”. Esto llevó a la renuncia de cuatro directivos en solidaridad con el expulsado. Ese mismo día, en una maniobra casi parlamentaria, otros dos renunciaron voluntariamente a su cargo para que la Junta siguiera funcionando. Me imagino que esto era para que los seis miembros restantes (de los 13 originales) tuvieran mayoría ejecutiva. Una pirueta que mostró el desbarajuste y derrumbe del consenso en la “colaboración” Cochrane.
Para quienes buscamos claridad en decisiones clínicas, porque la medicina es un oficio de decisiones, este escándalo en Cochrane nos hizo palidecer: había caído el árbitro supremo de nuestra evidencia médica. Pero no fue un escándalo sexual como el del Premio Nobel en noviembre de 2017 que llevó a la suspensión de otorgar el premio en literatura el año pasado. No hubo pedofilia, ni abuso sexual ni siquiera adulterio público. Por eso creo que el escándalo Cochrane no pasó a los medios de comunicación populares. Pero a quienes exploramos la literatura científica nos remeció la fe en las verdades científicas.
Pero ¿en qué consistió la “conducta” del directivo de Cochrane que llevó a su expulsión? En realidad fue su manera habitual de criticar los estudios de investigación. Este experto sostenía que en la evaluación de estudios científicos, para decidir si puede tomarse una decisión basada en sus hallazgos, no deben intervenir investigadores que conozcan a fondo el tema y por ello tengan ya una opinión formada al respecto. En términos legales sería como buscar un jurado de iguales, objetivo e inocente. Eso es casi imposible en muchos casos como sabemos por historias, novelas y películas de víctimas injustamente condenadas o culpables absueltos. La justicia humana y nuestra capacidad para establecer la verdad son limitadas.
De todas formas el miembro expulsado de la Colaboración Cochrane, el Dr. Peter Gotzche, sostenía que debe evaluarse la investigación fundamentalmente por su forma, por su método (correcto o incorrecto) de llegar a la verdad propuesta como conclusión de ella. Evitando valoraciones contaminadas por intereses comerciales.
Por otro lado podríamos decir de manera filosófica que el experto expulsado por su purismo crítico era un baconiano extremo: existe un método riguroso y seguro para llegar a la verdad en las ciencias. Todo quien no sigue ese método no llegará a la verdad. Ni por intuición ni por azar ni por inspiración. Compute sus tablas, como Francis Bacon en el siglo XVII, y la verdad resplandecerá. Aunque ya Bacon prevenía “Ipsa scientia potestas est” o sea el conocimiento mismo es poder. Nuestra ciencia lucha pero nunca logra separarse de los mecanismos de poder.
En la civilización china clásica existían los Mandarines, burócratas cultísimos que fungían como árbitros de lo correcto en los actos de gobierno y conducta social. Estos Mandarines eran escogidos en exámenes nacionales que exigían una bella y casi perfecta caligrafía. En nuestros tiempos muchas organizaciones gubernamentales y no gubernamentales, asociaciones académicas, consejos editoriales y otros grupos de poder escogen cuales proyectos científicos son dignos de financiación, que publicaciones merecen la pena, que investigadores son confiables, etc. Es necesario cierto control sobre la producción científica para evitar corrupción y falsa ciencia. Pero existe el peligro que estas entidades y autoridades se conviertan en Mandarines de la ciencia juzgando sólo por la rigurosidad de seguimiento de un método u otro, por la forma y casi por la caligrafía, que significa etimológicamente escritura bella, el producto científico evaluado.
Por el contrario personalmente simpatizo con el filósofo Feyerabend quien afirmó que en ciencia todo vale (anything goes) y no hay método probado para llegar siempre a la verdad. Además el filósofo Popper, también nacido en Austria, nos enseñó que lo único que conocemos con certeza en ciencia es lo que no es verdad. Como decía Holmes: “Mi querido Watson, después de descartado lo imposible, lo que quede por poco probable que sea debe ser la verdad” Todo esto es herejía para un crítico o evaluador que idolatre la rigurosidad del método científico como única vía a la verdad. Quizás Cochrane se fue convirtiendo al pasar los años en una Colaboración de mandarines científicos.
En el fondo de todo ese conflicto científico y filosófico están distintas perspectivas de la verdad. Hay quienes creen que la medicina es casi una ideología y el fundamento de sus decisiones clínicas es la rigurosa verdad científica. Hay quienes creemos que la medicina es un oficio humano y científico cuya esencia es la empatía con el dolor del otro. Unos buscan una deseada y utópica Verdad absoluta. Otros usamos comprobadas verdades útiles para curar o disminuir el dolor humano que llamamos enfermedad. Para terminar con palabras de Pierre Louis aceptamos en este esfuerzo “verdades provisionales”, como que Cochrane era una colaboración. De hecho, preguntémonos sinceramente si es posible y frecuente hoy la colaboración sincera entre científicos. O nos han enloquecido los ascensos académicos, la fama y el omnipresente dinero.