Estudiar medicina: cuestión de gallardía.
Ese es el título de la columna publicada el pasado 26 de noviembre en El Colombiano, como parte del maravilloso proyecto Taller de Opinión, desarrollado de forma conjunta entre el mencionado periódico y las universidades EAFIT, U. de A. y UPB.
En un bucólico relato de cuatro párrafos, el columnista nos presenta la imagen idealizada del estudiante de medicina que asume su educación de un modo estoico y alentado por el convencimiento de que "sus manos serán el más valioso instrumento diseñado para perpetuar el don de la vida", de que "sus palabras regocijarán a corazones afligidos por la debilidad de la naturaleza humana que se evidencia en la enfermedad", de que "sus conocimientos siempre serán mágicos y cruzarán cualquier frontera con su fuerza y carisma" y de que, finalmente, "no habrá dificultad que los sueños y el esfuerzo no puedan derrotar."
Y entiendo perfectamente lo fácil que resulta idealizar al médico: es el único profesional al que, casi con absoluta certeza, todos tendremos que acudir en algún momento de la vida. Pero estoy convencido de que esa idealización no solo es injusta, sino de que resulta contraproducente para los profesionales de la medicina.
La injusticia radica en que la jerarquización de los oficios, en virtud de los oficios mismos y no de las competencias de quienes los ejercen, uniformiza la visión de las profesiones y esquiva, en cierta forma, la evaluación de los individuos.
¿Resulta entonces que los médicos, solo por el hecho de serlo, tienen una estatura moral superior a la de los contadores?
La respuesta obvia es no. Depende de cuál médico y de cuál contador.
Y a ese punto voy.
Nos repetimos como un mantra incuestionable que todas las creencias son dignas de respeto. Y no. ¿Alguien estaría dispuesto a sostener esa afirmación con relación a posturas (con numerosos y crecientes seguidores alrededor del mundo) como la superioridad racial blanca o la legitimidad de los encuentros sexuales entre adultos y niños?
Quien es digno de respeto por su elemental naturaleza es la persona. No su creencia.
De igual forma, no es la medicina, como oficio, la que merece nuestra consideración y respeto. Son aquellos médicos que ejercen su oficio con pasión, con amor y con idoneidad. Y aplica igual para los psicólogos, los periodistas, los arquitectos, los abogados, los odontólogos, los bomberos, los luminotécnicos, los profesores, los contorsionistas, los alfareros, los músicos, los diseñadores o los bibliotecarios.
Además —y esta es la parte contraproducente— cuando se generaliza la opinión de que los médicos son profesionales iluminados que ejercen su oficio por altruismo y por amor al ser humano, se les ubica en un lugar donde resulta muy difícil legitimar sus luchas por la dignificación de la profesión: la sociedad suele ser mucho más permisiva con los paros de los camioneros que con los paros de los médicos.
Y, por supuesto, no estoy diciendo que no exista un escalafón en cuanto a la sensibilidad social de los oficios y a su importancia para una comunidad. Digo que la glorificación del médico como un profesional dedicado de forma monástica a su oficio, puede derivar muy fácilmente en insolidaridad social frente a sus necesidades (¡como si en el caso de los médicos el incentivo de la remuneración económica fuera ilegítimo!).
Existen oficios más sensibles para la sociedad, pero decir eso no es igual a afirmar que existen profesiones más respetables.
Creo que debemos quitarnos el sombrero ante los profesionales que lo merecen, no ante las batas blancas.
