Medellín, vení te cuento
Opinión

Medellín, vení te cuento

Por:
marzo 30, 2015
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De la Medellín del año 2001 me fui asqueado.

Era, con excepción de la violenta ciudad de los ochenta, la peor de las varias Medellín que había vivido: una urbe ensimismada, refractaria a todo lo sensible, incapaz de cualquier ejercicio de autocrítica y estéril como pocas ante las valientes iniciativas culturales de quienes resistían desde la pasión.

Me fui a vivir a Bogotá y el contraste no hizo más que ahondar ese rechazo visceral por mi ciudad. Corrían tiempos gloriosos para la capital tras los sucesivos gobiernos de Peñalosa y Mockus, mi vida transcurría en bicicleta en medio de un clima frío que siempre he adorado y ¡trabajaba en proyectos culturales!, una utopía impensable en la Medellín de esos tiempos.

Tras ocho años de habitar y amar a Bogotá, la vida me llevó fuera del país por algunos años más. Otras ciudades, otros paisajes y otras vivencias que no hicieron más que afianzar mi distancia con Medellín, o al menos con la Medellín que habitaba en mi memoria. Tan así fue que, a la hora de plantearme el regreso a Colombia, no pude hacerlo en términos diferentes a los que mis recuerdos me dictaban: regresaría por un mes —o máximo dos— a Medellín (allí estaba mi familia y eso facilitaría la reinserción) para luego saltar a Bogotá de nuevo. ¿Medellín como destino final? ¡Ni en mis peores sueños!

Pero la vida, que se da sus mañas, tenía preparada para mí una red de sorpresas y afectos renovados que hicieron que ese par de meses proyectados estén a punto ya de convertirse en seis años. Seis años en los que no han dejado de sorprenderme las aristas bellas de la ciudad y lo que ese descubrimiento diario alumbra en mi interior.

Medellín no es el mejor vividero del mundo, —me rompen las afirmaciones de ese tipo porque adormecen la imprescindible autocrítica— pero es una ciudad donde la vida se abre paso de formas casi mágicas.
Medellín no es un paraíso para los gestores culturales y dista mucho de serlo. Pero es una ciudad donde la cultura se ha puesto en el centro de la inversión pública y donde la posibilidad de acceso a recursos estatales para el desarrollo de proyectos culturales resulta un asunto casi de ciencia ficción para quienes miran desde afuera el proceso.

Medellín, con perdón de los publicistas, no es la más en nada. Medellín es una ciudad normal. Y eso, tal vez, es lo que me enamora.
En una ciudad normal hay miserias y pepitas de oro. En una ciudad normal aparece la esperanza justo cuando la creías muerta. En una ciudad normal los días en que la asfixia parece inminente, son seguidos por días en los que el aire parece que te aliviara.

Por años Medellín fue una ciudad diferente, señalada con justa razón en gran parte de los casos, un lugar distinto, desesperanzador, casi macabro.

Hoy Medellín es una ciudad como cualquier otra. Una que a veces te despierta con el canto de los loros que viajan en parejas de los parques de los barrios al Jardín Botánico y otras lo hace con el sonido helado de las ambulancias y su estela de muerte.
Un pedacito de tierra donde a veces suena una orquesta y a veces un disparo. Una ciudad para amar y para odiar. Una para besar apasionadamente y otra para plantarle cara.

Un rinconcito amargo, tibio, insensato, mágico, repulsivo, adorable, trivial y generoso. Todo al mismo tiempo. Como las ciudades normales. Como los lugares en los que uno quisiera vivir una vida normal.

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