Muchos en Antioquia no hemos podido reunir la fortaleza que nos permita acudir al cine a ver La mujer del animal. Bastó con mirar algunas imágenes del tráiler o escuchar comentarios sueltos de quienes la vieron para imaginar la línea argumentativa cargada de hechos dolorosamente autobiográficos para muchas de nuestras familias, al punto de que se puede asegurar que cuando se dice “muchas” se está haciendo alusión a una problemática estructural encarnada en la cultura paisa, es decir, la violencia contra las mujeres de manera masiva y sistemática.
No es necesario ver la película para saber que su director, un escudriñador profundo y crudo de las miserias de estas tierras, nos enfrentará al rostro salvaje de ese animal violento, primario, atrapado en su “hombría” malsanamente cultivada, agrediendo a diestra y siniestra como en un intento absurdo de justificarse y ocultar sus verdaderas debilidades. Esa animalidad se la entiende entonces en un sentido muy particular pues como se suele afirmar en tierras paisas, por el contrario, los animales nos dan ejemplo. Ese otro tipo de animal, es el que representa lo primario, tosco y violento, arquetipo de un cierto varón que se ha sabido perpetuar entre nosotros y que en no pocas ocasiones es tomado como ejemplo.
Es obvio que en ese ámbito de lo privado y particular, las lacras de semejante despotismo trajeron dolor, infelicidad y frustración; pero algo parecido puede afirmarse si consideramos a la ciudad como totalidad, a esa Medellín que suele adoptar una identidad femenina cuando se la representa: la Bella Villa, la Tacita de plata, entre otros apelativos en los que se le asigna no sólo una identidad femenina, sino un lugar pasivo de reina o víctima. Pues bien, no es difícil continuar con la comparación cuando se comprueba que unas tantas acciones violentas se perpetran a diario contra esa mujer-ciudad por parte de diversos factores de poder que la instrumentalizan pensando sólo en su propio beneficio. Poderes típicamente machos que asumen como lectura de cada problema urbano una mirada de varón medieval.
Los asuntos de seguridad, movilidad, infraesructura, medio ambiente (y no sólo los asociados con la coyuntura del aire tóxico que nos asfixia en la actualidad), son asumidos con gesto de animal que a la manera de un gigante ebrio se apresta a administrar sus peculiares “soluciones”. Y no se trata aquí solo de los políticos o administradores de turno, están también las élites económicas, los empresarios y comerciantes y hasta los delincuentes de todas las pelambres, quienes se cuidan de ir por sus objetivos sin importar posibles consecuencias negativas derivadas de sus acciones.
El animal que somete a la ciudad es aquel que nunca dudó en “rectificar” (¡que ironía!) sus cauces y fuentes de agua para hacerlas funcionales al desarrollo, taló sus bosques y reemplazó innecesariamente numerosos suelos verdes por pavimento y cemento. De hecho, pensar simultáneamente en Medellín y en el cemento es casi ver al animal fusta en mano, abalanzándose sobre aquella mujer intimidada y a punto de ser sometida con violencia.
El deterioro sin precedentes del entorno ambiental tiene como contraparte el lucro descomunal de ciertos sectores particulares quienes no se dan por aludidos o fingen no saberlo. Debería plantearse, por ejemplo, un impuesto directo sobre dichos sectores y destinarlo a la restauración ambiental del Valle de Aburrá, en particular a la cobertura vegetal y a la protección de las fuentes hídricas.
Las muchas otras formas en las que se mimetiza el animal pasan por lo que se hace con la propiedad inmobiliaria y sus efectos sobre el espacio habitable y el paisaje, las economías informales y las ilícitas en las que obviamente no hay mayor control, o las actividades económicas legales que sólo piensan en crecer y maximizar sus ganancias.
A mediados de la década del noventa, para citar un ejemplo, Alberto Aguirre denunciaba la acción animalesca de quien en pleno centro de la ciudad diseñó un “parque” al modo de una gran explanada de adobe y cemento, el cual habría de llamarse Parque San Antonio. Pues bien, sucedió que el responsable de aquel proyecto le respondió, entre molesto y desdeñoso, invitándolo a que no creyera que parque significa un espacio provisto de árboles, jardines y fauna. Frente a lo cual Aguirre tan sólo se limitó a citarle la definición de parque que consta en el diccionario:
“Parque[1]: Del fr. parc.
- m. En una población, espacio que se dedica a praderas, jardines y arbolado, con ornamentos diversos, para el esparcimiento de sus habitantes.
- m. Espacio cercado, con vegetación, destinado a recreo o caza, generalmente inmediato a un palacio o a una población.
- m. Espacio natural, legalmente protegido que, por su belleza, o por la singularidad de su fauna y flora, posee valor ecológico y cultural.”
El animal de la ciudad mantiene el juicio trastocado y la voluntad rota por la ambición y los afanes que le han infundido a través de la historia. Urge un cambio en Medellín y en el país. Una transformación social y cultural que abra espacios de vida digna y de sana convivencia; de equidad y vida en paz.
[1] Definición copiada del diccionario de la Real Academia de la Lengua Española http://dle.rae.es/?id=RyGZA0Z