“Pasaste la edad peligrosa, estoy muy emocionada”, le dijo la madre a Juan David Quintana Duque la mañana de ese 16 de marzo de 2015, cuando entraba a su cuarto con una torta para festejarle los 34 años que cumplía. Él la abrazó y sin entender, preguntó: “¿Por qué amá?”. “Ay, mijo. Porque la edad peligrosa son los 33, esa es la edad en que a uno lo pueden matar. A ti ya no te va a pasar nada y eso me hace muy feliz”, fue lo que ella respondió. Dos meses y once días después Juan David fue asesinado.
Cursaba un diplomado en artesanías en la Biblioteca España donde también era bibliotecario, y precisamente asistía a una de esas clases cuando un par de sujetos en una moto -los de la moto, los de siempre- acabaron con su vida: más de 20 disparos sonaron, Juan David cayó al suelo a un lado de su moto, los verdugos huyeron impunes, los curiosos asomaron, y la mañana de ese miércoles ni siquiera había cerrado sus primeras nueve horas. Sus compañeros del diplomado y los chicos a los que daba clases se quedaron esperándolo sin saber que Juan David nunca más regresaría.
Que fueron 25 disparos o sea que fue con sevicia, que fue un mensaje de terror por eso la cantidad de balas que utilizaron, que fue una subametralladora por eso se encontraron tantos casquillos. Que fue, que fue, que fue y nadie se concentró en lo fundamental: que Juan David fue asesinado. No importa sin con media, una, diez, quince o treinta municiones: Juan David fue asesinado, y con él se llevaron sus sueños y sus luchas.
Juan David era un guerrero y en una ocasión ya había esquivado la muerte. Vivía en el Doce de Octubre y a su corta edad ya tenía dos hijos. Ingresó al Consejo de Padres de la Institución Educativa Santander y allí notó que la queja del maltrato a los niños era recurrente: los chicos estaban siendo víctimas de abuso físico y sicológico. Juan David, pensando que la institución ignoraba esta situación, en octubre de 2011 escribió una carta, notificó de todo lo que sabía, y además preguntó por opciones para solucionar el problema; luego la hizo llegar a la rectoría. La respuesta no llegó de inmediato, días después se vio obligado a desplazarse de su casa por amenazas.
La misiva enojó al rector al parecer, porque un desconocido fue a buscar a Juan David hasta la casa y le pidió que saliera a la terraza y hablaran un asunto del colegio, él obedeció y cuando asomó fuera de su vivienda vio que el hombre estaba acompañado por los muchachos que controlaban el barrio. Con algo de miedo, ese 22 de octubre de 2011, a las 5:30 de la tarde, Juan David escuchó cómo un extraño le reclamaba que qué era lo que estaba demandando con su carta, que nueve profesores del colegio estaban incómodos con ese escrito, y que gracias a eso los coordinadores y hasta el rector se querían ir de la institución.
Juan David, el siempre indignado por las injusticias, el eterno defensor de cualquier derecho, el que nunca se calló aunque sabía que con la vida iba a pagar tal acto de rebeldía, hinchó sus pulmones con el valor que encontró y le dijo al extraño que el sólo estaba defendiendo a los chicos del colegio, que allá estaban siendo maltratados y abusados. Y al ver quiénes lo acompañaban, se animó a interrogarle si era miembro de alguna organización o si actuaba como usuario activo del servicio educativo.
“Eso no tiene ninguna importancia acá, y deje la maricada. Espero que sea la última vez que tengamos que hablar. Entienda el mensaje: al colegio no tiene que ir a hacer nada porque ya sabe a qué se atiene. Ya está advertido”, le sentenció el extrañó como respuesta.
Siempre sospechó que detrás de la amenaza estaba el rector, especialmente porque días antes, frente al silencio administrativo después de la carta, la Secretaría de Educación los citó y “el hombre se mostró muy acalorado” en la reunión, o eso dijo Juan David. Pero la sospecha fue tan grande, que el día después de la visita amenazante a su casa, corrió para la Fiscalía e instauró una denuncia y como principal sospechoso nombró a Ómar Cuesta Palacio, el rector.
Luego de denunciar, Juan David se tuvo que desplazar del Doce de Octubre y sólo pudo regresar mucho tiempo después, cuando los muchachos del barrio -otra vez los de siempre- le mandaron a decir que estaba perdonado, que ya podía regresar. Y así lo hizo.
No obstante, el luchador que llevaba por dentro era más fuerte que el sobreviviente: volvió a ver las injusticias y volvió a denunciarlas. En el 2015, una vez más, arremetió contra las irregularidades de la rectoría y sus posibles relaciones ilegales, alzó su voz en contra de la “vacuna” y otras extorsiones, hizo públicos los crímenes que atormentaban el barrio, y se metió con la vaca sagrada advirtiendo que el Presupuesto Participativo estaba siendo cooptado por los criminales. La denuncia, una vez más, la hizo formalmente, y al parecer, ante la Fiscalía.
“Más me demoré en denunciar a que aquí en el barrio supieran que yo era el denunciante. ¡Vamonos de acá má, por favor!, ¡vámonos que me van a matar! Tengo mucho miedo”, llegó diciendo Juan David a su madre, desesperado y llorando, una noche a inicios de marzo de 2015. En esos días se enteró que el rector tuvo que renunciar, casualmente después de su denuncia, entonces pensó: “Ahora sí me van a matar”. El llanto no paró y nadie supo qué le ocurrió esa noche que estaba tan alterado y le era imposible tranquilizarse. Juan David tenía claro que no iba a vivir mucho, pero el resto de la gente no concebía a alguien capaz de hacerle daño, a él que era tan justo.
Quince días después lo mataron. Le impidieron llegar a sus 35 años, que hoy los cumplía. Sus hijos le celebraron a un padre que ya no está. Juan David era un líder, un luchador, un justo y nadie lo quiso proteger. Medellín lo asesinó; ahora lo quiere olvidar. No hubo un solo eco desde la administración pese a que allá lo conocieron desde que denunciaba su amenaza. Juan David hoy está muerto pero para nosotros sigue vivo, así como sus ideas.
Juan David Quintana Duque no morirá, aunque los muchachos del Doce así lo crean, aunque los muchachos del Doce de Octubre sigan campeando en el barrio en total impunidad.