Medellín 1959
Opinión

Medellín 1959

Nací dos años después de que terminara La Violencia en Colombia. Medellín era una ciudad beata, estática, cerrada. Los judíos no eran aceptados en los clubes sociales ni en algunos de los colegios…

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octubre 07, 2016
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Nací en Medellín en 1959. Mis padres eran inmigrantes judíos que llegaron a Colombia siendo niños, huyendo de la terrible situación económica que se vivía en Europa, y del antisemitismo rampante.

Los judíos colombianos agradecemos a Colombia “que nos dio todo cuando vinimos con las manos vacías”. Eso no es tan cierto.

El gobierno colombiano nunca fomentó la inmigración como si lo hicieron Brasil, Argentina y Chile. En la década de los treinta el presidente era Eduardo Santos, tío de nuestro presidente actual. Su canciller, Luis López de Mesa era antisemita. Según narra Azriel Bibliowicz en su estudio Intermitencia, ambivalencia y discrepancia: historia de la presencia judía en Colombia:  “Las absurdas teorías racistas de López de Mesa lo llevaron a emitir una circular el 30 de enero de 1939 a todas las embajadas donde subrayaba: “Considera el Gobierno que la cifra de 5000 judíos actualmente establecida en Colombia constituyen [sic] ya un porcentaje [sic] imposible de superar [...] opongan todas las trabas humanamente posibles a las visas de nuevos pasaportes a elementos judíos”.

De violencia en violencia. Mis abuelos y padres huyeron por la guerra, desplazados. La familia que quedó en Europa fue prácticamente exterminada. Hubo solo cuatro sobrevivientes.

Nací dos años después de que terminara La Violencia en Colombia. En la casa teníamos el libro con ese nombre de Orlando Fals Borda. A veces lo abría para ver las fotos de los “cortes de corbatas”, campesinos asesinados con la lengua saliendo por el cuello.

En los periódicos la crónica roja mostraba los rostros de los muertos abaleados, o asesinados con cuchillos y machetes. Los ojos volteados, la nariz sangrante. La lengua afuera, hinchada.

En Semana Santa, el único canal de televisión solo pasaba música clásica, misas y cantos gregorianos. Lo mismo la radio. En mayo venían las procesiones. Me despertaban temprano los pasos y los rezos. Las imágenes de un Cristo sangrante bamboleante y una Virgen María llorando me acompañan hasta hoy. Lo mismo el cuadro del sangrante Corazón de Jesús, con sus cuatro cuadrantes y ardiendo como un sol.

Los judíos no eran aceptados en los clubes sociales ni en algunos de los colegios. Solo cuando llegué a Primaria, conocí los primeros niños no judíos. Vi por primera vez viejitas hablando bien español. Yo pensaba que todas hablaban como mi bisabuela, en yiddish.

Medellín era una ciudad beata, estática, cerrada. Con crecientes tugurios en las montañas que la rodean. Había galladas de gamines pidiendo limosna y robando. Manadas de perros vagando sin dueño.  Cuando un mendigo se acercaba, la regla era cruzar la calle para no pasar junto a él.

 

 

Las importaciones eran racionadas
y pasábamos épocas de escasez de azúcar, harina y aceite.
La leche la rendían con agua

 

 

El presidente era Carlos Lleras Restrepo. Colombia era el Tibet suramericano. Totalmente aislada. Tan aislados como vivíamos los pocos judíos de Medellín. Las importaciones eran racionadas y pasábamos épocas de escasez de azúcar, harina y aceite. La leche la rendían con agua. El agua del acueducto no era potable. Las arepas se hacían en la casa, con el molino de mano para el maíz. Para una llamada de larga distancia había que llamar a la operadora de EPM.

 

En 1963 secuestraron a la niña Elisa Eder en Cali. No volvimos a salir a jugar a la calle. En 1965 el turno fue para don Diego Echavarría que nunca volvió. Igual con Oliverio Lara. Se había acabado la breve paz después de la caída de Gustavo Rojas Pinilla.

En 1965 no volvimos a montar bicicleta. Las puertas de las habitaciones se cerraban de noche. A unos vecinos se les metieron los ladrones mientras dormía. Teníamos tres chapas en la puerta. Vivía aterrorizada.

Cuando tenía 13 años vi un tipo que se acercaba caminando. En lugar de cruzar la calle, decidí seguir derecho. El tipo pasó a mi lado y me pellizcó el seno. Me sentí terriblemente humillada.

En otra ocasión, llegando al teatro América en Laureles con las amigas, un exhibicionista me mostró su miembro. Solo lo vi yo. Yo no entendía que era eso. Grande y rosado, parecía de caucho.  Enorme, con cabeza de hongo.

Por las mañanas pasaba el carro de Proleche tirado por un caballo, que cagaba en la calle mientras el conductor repartía los litros de leche. Pasaba una carreta maloliente vendiendo “tierra de capote” y boñiga para las plantas. Otro arreglaba ollas a presión o “atómicas”. Repuestos para la licuadora. Afilador. En Cali pandebono caliente. País Occidente País.

Por las noches sonaba el pito del sereno. Lo escuchaba desvelada y me calmaba un poco. A fines de los sesenta la institución del sereno se acabó. Ya nadie me acompañaba.

Crecí y viví en Colombia con miedo. ¿Hasta cuándo por D-s?

 

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