Nos bajamos en Ottaviano. Veníamos de hacer un eurotrip, Madrid, París, Praga y Viena y por eso nos sorprendimos del estado de las calles romanas. El sueño del turista produce monstruos y Roma es una prueba de esto. La basura impera en una ciudad atestada de gente, una babilonia de idiomas entremezclados. ¿De donde tanto interés por el arte, por la historia? ¿Qué sentirá un romano al ver a su ciudad asaltada de nuevo por las invasiones bárbaras?
Ottaviano es la estación de metro más cercana al Vaticano. Ni siquiera esto evita que la estación huela a alcantarilla, a rata en descomposición. Los vendedores informales de imitaciones de carteras Gucci, de zapatos Nike y de rosarios supuestamente bendecidos por el papa se toman las aceras que preceden la basílica de San Pedro. Es 31 de diciembre y hay una buena noticia: hace un inesperado día de calor. Son las ocho de la mañana y hacemos fila para entrar al museo Vaticano. Después de un copioso desayuno en los jardines entramos a ver los tesoros. Teníamos entrada para una visita a Castengandolfo, el lugar donde vive el papa. Entonces me enteré por una guía que le susurró a su grupo "tengo una noticia, ha muerto el papa".
Como si se hubiera oprimido un interruptor los rostros de la docena de personas del grupo hizo una mueca de consternación. La guía, adivinando la confusión, antes de entrar al salón geográfico del Vaticano, plagado de paredes llenas de mapas soberbios, aclaró: "No, se trata de Benedicto" entonces el grupo volvió a fijarse en los techos dorados, magníficos. Como periodista, debo confesar mi maldad: me alegré de mi maldita suerte, un papa acababa de morir estando yo adentro del Vaticano.
Desde el 2013, fecha de su abdicación, Joseph Ratzinger había abandonado Castengandolfo para recluirse en el monasterio de Matter Eclesiae. A los 95 años el papa, quien tuvo la honestidad y entereza de dar un paso al costado y entender que lo mejor que le podría suceder a la iglesia era la llegada de Jorge Bergoglio, perdía la partida de ajedrez que sostuvo contra la muerte.
Venía de suceder a Karol Woytila, el carismático Juan Pablo II, un hombre que de joven fue actor en Polonia y que usó todo su carisma para convertirse en uno de los sumos pontífices más populares de todos los tiempos.
Ratzinger era todo lo contrario. En sus primeros años formó parte de las Juventudes Hitlerianas. Sin entender el contexto de lo que era tener 13 años en la Alemania Nazi la prensa internacional se ocupó de tejer una leyenda negra sobre él.
Era poco agraciado, presidía lo que antiguamente se llamaba la Santa Inquisición y tenía ideas retardatarias sobre temas tan espinosos como el matrimonio gay o el aborto.
Lo que no contaron los medios es que había sido un teólogo excepcional y entre sus obras estaba Jesús de Nazareth, El estudio más importante que se había hecho sobre el rey de reyes. Pero esto ya no importaba y en el Vaticano nadie parecía estar pensando en el ese 31 de diciembre mientras embelesados veíamos los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina.
Al salir del museo, en plena Plaza de San Pedro, la fila de personas que esperaban entrar a la basílica formaban una línea de varios kilómetros. Lo único que les preocupaba era entrar a la pila bautismal y llevarse un poco de agua bendita. Muchos de los fieles que hicieron colas durante horas creían que Benedicto había muerto hacía rato.
El Vaticano por eso lo dejó velándose en el monasterio donde murió hasta el lunes 2 de enero. Las puertas de la basílica de San Pedro estarán abiertas para que se despidan de él así su nombre, para un católico promedio, no sepa ya a tanto. Salimos por la calle principal buscando de nuevo Ottaviano. Aproveché para comprar rosarios de 1 euro que venían con la marca del museo del Vaticano visiblemente chiviados.
Hasta el Vaticano tiene su propio San Andresito.