Alguna vez me dispuse a declarar una guerra siendo previamente consciente de mi inminente derrota y aceptando el costo de la frustración consecuente; una guerra cuyo campo de batalla era mi propia mente, lo cual podría suponer ventaja a mi favor. Sin embargo, dicha guerra, como era predecible, tenía un contrincante poderoso, más bien, omnipotente; un contrincante sin rostro, más bien, con muchos rostros; un contrincante omnipresente, seductor, maravilloso: la música.
Quería apartarla, distanciarla, impedir su tránsito por mi mente. Quería encontrar argumentos que sustentaran mi "odio". La consideraba causante, en gran medida, de la estupidez de la cual no quería contaminarme. Sentía que esas tonadas deambulantes de canciones pegajosas que permanecían por horas repitiéndose afectaban mi lucidez, mi capacidad intelectual, mi razonamiento, saturaban recursos valiosos de mi mente.
Como era previsible, luego de explorar insistentemente no encontré ni argumentos, ni experiencias de otros afines a tal "odio". Comprendí que quizás se trataba de mi faceta sociópata queriendo emerger. Entonces me rendí a su encanto, a su tiranía, a su seducción, a su opresión; y me mantengo entre el amor y el odio con mi némesis cautivante.