Hay frustración y lágrimas. Hay consagración y lágrimas. Las veo en las mejillas de los deportistas y las siento tibias en las mías. El récord y la derrota transmitidos en alta definición. Suenan himnos ajenos de países que no sé siquiera si pronuncio bien, escucho gentilicios que vuelvo a aprender cada cuatro años, me emociono con abrazos de extraños que me devuelven la fe perdida. La misma fe que mañana perderé otra vez. Por un instante para los noticieros de Colombia es más importante el nombre de un deportista que el alias de un criminal. Por un instante, nada más, el fútbol puede dar un paso mínimo al costado para que los directores de noticias entiendan que tener páginas y secciones de deportes quiere decir presentar noticias de deportes en plural y no de fútbol en singular.
Me gusta ver los Juegos Olímpicos porque la fragilidad y la fortaleza compiten por el mismo carril y, a menudo, son expresiones de un mismo atleta. Cuatro años de esfuerzo, sacrificio, entrega y sudor para llegar a estos diez segundos que son todo o nada o todo y algo o todo y tanto. Los libros de historia han dispuesto sus páginas en blanco para que una nueva generación escriba sus hazañas y mantenga encendida la llama que inspira el espíritu de la humanidad que se desafía a sí misma una vez más y hace posible que, por unos días, ser distintos también sea sinónimo de convivencia. Y paz.
Phelps ha derrotado a Leónidas de Rodas dos mil años después y ahora es el hombre con más oros olímpicos que haya nacido jamás. Caterine Ibargüen ha saltado aún más adentro de nuestro corazón. Juan Martín Del Potro entrega la vida en cada partido porque siente que ha resucitado en realidad. Yuberjén es un nombre que no voy a olvidar porque pelea puño a puño para darle una casa buena a su mamá. Tengo mi emoción dispuesta para seguir los pedalazos de Mariana Pajón. Quiero detener el tiempo y calzarle la zapatilla a Diro la etíope que debía clasificar a la final si no hubiera terminado medio descalza. Oscar Figueroa levanta pesas con el impulso en el envión de quien quiere dejar atrás el olvido y su última operación de espalda. Y la lista sigue, larga, nombre por nombre porque durante los olímpicos todas las banderas pueden ser la mía también: porque me emociono con la entrega de los demás como si todos estuviéramos a punto de ganar.
Me gusta ver los Juegos Olímpicos porque, no sé cómo, me lleva de vuelta a una esquina de la infancia en que la casa estaba llena de medallas y trofeos. Muchos de papá. Muchos de mis hermanos. Algunos míos. Los años del béisbol, el atletismo, del vóley. Los años del jugar por jugar y de ver juntos cada cuatro años cómo se encendía un pebetero que iluminaba cinco aros que nos daban alegría. Y sueños. Y motivos para conversar.
Me gusta. No puedo explicarlo. No sé todas las normas ni cómo elaboran los puntajes, tampoco conozco el nombre de cada flor y puedo admirar su belleza. Solo sé que me hipnotiza el movimiento del hombre de los remos igual que la chica detrás la flecha o aquella gimnasta que en el cielo da tres vueltas, tengo fija la mirada en el equipo que se abraza frente a la red después de cada punto y en la pareja de gesto siamés de nado sincronizado y en la fugaz eternidad con que corren los cien metros planos. No es deporte, es poesía.
Todos ellos, héroes tan humanos, están hechos de un extraño material.
Creo que le llaman fuerza de voluntad.
Me gusta que de vez en cuando las noticias sean otras.
Aunque sea cada cuatro años.
Más alto, más fuerte, más lejos.
Más alto, más fuerte, más lejos.
Más alto, más fuerte, más lejos.
Así nos decía papá.
@lluevelove