Hace poco en una de mis rutinas de hacer ejercicio me encontré con una amiga, una profesional destacada que ha ocupado posiciones importantes en Colombia y en el exterior, y después de discutir la preocupación sobre muchas cosas en este país, llegamos las dos a la misma conclusión: la frase 'me equivoqué' se borró totalmente de los análisis de nuestros dirigentes, desde presidentes de la República, pasando por ministros, tecnócratas y analistas. Y ambas llegamos a la conclusión de que esta incapacidad de reconocer errores, que todos cometemos por el hecho de ser seres humanos, le ha causado grandes males a esta sociedad.
Reconocer equivocaciones no se usa y solo recuerdo a un ministro, Juan Carlos Esguerra, quien cuando se retiró del Ministerio de Justicia afirmó claramente que había cometido un error —que, entre otras, no fue solo de él sino de otros—, en medio de la famosa crisis de la Reforma a la Justicia. Pero para solo mencionar un caso hoy irrebatible, todos aquellos que tomaron la decisión de acelerar la apertura económica durante el gobierno de Gaviria, empezando por su presidente y sus ministros más allegados, jamás han reconocido el costo que esta decisión tuvo para el campesinado. Ese millón de hectáreas de cultivos transitorios que jamás se han podido recuperar en medio de esta guerra rural, es uno de los pesos muertos que carga el desarrollo del campo colombiano. Pero este mismo equipo cuando forzó la Ley 100, que era, en principio, solo de pensiones, la defendió afirmando que se iba a aumentar significativamente su cobertura y que además se reduciría su costo fiscal. Nada de nada y ahora estamos ad portas de otra reforma pensional con los mismos objetivos después de más de 20 años.
Antes de llenar estas páginas de los errores que todos hemos cometido incluyendo los míos, lo importante es analizar los costos de no decir 'me equivoqué'. En primer lugar, si esta frase no se pronuncia seguirán las estrategias públicas equivocadas porque si los autores de las grandes embarradas no las admiten, nadie —óigase bien—, nadie en este país lleno de lagartos se atreve a contradecir fácilmente a un funcionario público o a un ministro porque se cree que son sumamente poderosos y pueden tomar represalias en este país clasista, machista, misógino, etc.
Por consiguiente, el problema no solo es equivocarse porque a todos nos ha sucedido. El problema es no reconocerlo y dejar la posibilidad de contribuir con esa experiencia negativa a construir mejores alternativas. Uno de los errores más comunes de los funcionarios públicos es estar absolutamente convencidos de que tienen más poder del que realmente disponen y actuar con esa sobradez que aumenta de manera inversamente desproporcional a la edad. Parece mentira pero entre más jóvenes, más arrogantes. Por ejemplo, todos los que hemos sido ministros si somos honestos, tenemos que reconocer que ese poder que creímos tener nunca existió porque en este país el verdadero poder lo tiene el presidente. (Bueno, ahora el vice-presidente al que le están poniendo en bandeja la presidencia). Sino hubiésemos cometido ese gran error probablemente hubiéramos escuchado más o, mejor aún, habríamos peleado menos para imponer nuestras ideas. Habríamos sido más resignados frente a mandatos presidenciales que no consideramos adecuados. Pero todos hemos cometido ese pecado.
Por el bien del país, pongamos de moda la frase 'me equivoqué' y de esa manera tendríamos una tecnocracia menos prepotente, unos funcionarios públicos más cercanos a la realidad y unos presidentes y expresidentes menos olímpicos. No se le pide esto a los políticos porque es realmente imposible que admitan sus errores y porque, además, muchos de ellos tienen pecados muchísimo más graves que debemos forzarlos a resolver. Entre otras, no votando por ellos.
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