En la clínica se conformaba con mirarse los dedos y con volver atrás. En sueños era de nuevo el discípulo de Colin Stones, su primer profesor de piano, el hombre que le enseño a exorcizar sus demonios aporreando en un piano, una y otra vez, La Chaconne en D menor de Johan Sebastian Bach, el compositor que le salvó la vida. Al abrir los ojos se encontraba de nuevo con la pared acolchonada, la ventana diminuta, el olor perenne a medicamentos. Lo atormentaba no tener una cuchilla a la mano para rebanarse el cuello.
Lejos de Jack, su hijo de tres años, de su esposa Jane y de los sesenta cigarrillos que se fumaba al día, Rhodes se desesperaba en su celda de tres metros cuadrados. El manicomio no vuelve cuerdo a nadie, sobre todo si se es un genio. James Rhodes, el único hijo de una familia de clase de media del barrio St John’s Wood al norte de Londres, creció creyendo que la normalidad era hacerle sexo oral a hombres cuarentones en los baños públicos de Picadilly Circus. A nadie le habló del sufrimiento de ser penetrado una y otra vez hasta los 18 años, cuando los dolores en la espalda y en la ingle acompañaron sus noches de insomnio, secuelas de los prematuros encuentros con Mister Lee. Entonces tuvo la certeza de que no había tenido una infancia como la de la gente común y corriente. En la Inglaterra de Margaret Tatcher los hombres no hablaban de esas cosas. Ni siquiera tenían derecho a quejarse.
Si no hubiera sido por la música se hubiera suicidado. No tenía autoestima, las niñas le huían, su aspecto delgadísimo, atormentado y de maneras suaves, lo hacían ver como un freak amanerado. Empezó a tocar el piano tarde, a los 13 años. Dos años después participó en el programa televisivo de la BBC Young Musician of the Year en donde no pasaría de la segunda ronda. El rechazo de los jueces y de la audiencia lo sumergió de nuevo en una depresión profunda que sólo la atenuaba el whisky barato, la cocaína y, sobre todo, las autolesiones.
Para Rhodes cortarse los brazos le proporcionaba un subidón mayor al que podía tener con la heroína. La rabia, la frustración, se iban un rato gracias al dolor de la herida abierta, de la sangre manchando la loza blanca, de la satisfacción de sentirse víctima. Por eso perdió el control una noche, cuando, cansado de que le dijeran “tienes talento pero no eres Glenn Gould” se convirtió en un judío normal, y pensó que la vida era hacer negocios, tener una casa en Kensington y manejar un Aston Martin como un vulgar James Bond. Pero la crisis volvió y lo metieron en el manicomio y se quizo suicidar cuatro veces.
Sólo encontró la paz en su encierro cuando un amigo le pasó, camuflado en un frasco de champú, un Ipod. Entonces Sokolov y Mozart lo curaron. Salió, recayó en las drogas, en cortarse los brazos, en manipular a su esposa, alejado del piano, de Jack. Hasta que un día a Bill Lizcano, un inglés que tenía el dinero de una herencia, decidió creer en él sólo porque compartían la desesperación orgásmica que sentían al escuchar La Chaconne en D Mayor. Grabaron un disco en el 2010. La portada, con Rhodes de pelo largo y gafas oscuras, enfureció a los puristas de la música clásica. ¿Qué se creía éste roquero? Sin pensarlo, en menos de dos años, la terapia efectiva que le dio su sicoanalista de confianza y el haber conocido a Hattie Chamberlin, su actual esposa, no sólo lo curaron si no que lo convirtieron en uno de los pianistas más solicitados del mundo. Su desgarrador libro, Instrumental, traducido a ocho idiomas, despertó una histeria mundial.
En los conciertos Rhodes lo que piensa es en comunicarnos, a todos los que no sabemos tanto de la música clásica, el placer maravilloso que es escucharla. Por eso, cada vez que termina una melodía de Brahms, después del aplauso, se para de su butaca y explica lo infeliz que fue el compositor, calvo, obeso, feo, y despreciado en uno de sus recitales hasta el punto que le arrojaban ratas muertas en el escenario.
Todo eso lo cuenta Rhodes en sus conciertos ya sin tartamudear, sin miedo a que las tripas lo traicionen a último momento, con la cabeza en alto y los demonios sosegados.