Las ciudades se avivaron con cánticos de “resistencia… resistencia”, y se tiñeron de rojo que se acentuaba con el blanco de la leche utilizada para contener los efectos de los gases lacrimógenos. Esa mañana, los pobres despertaron con ganas de ser escuchados, de reclamar sus derechos, de contener el abuso del estado.
Días después muchos de ellos habían sido asesinados, torturados, desaparecidos y violados. Era el mes de mayo cuando se instauró la demencial contención estatal como respuesta a una protesta pacífica. La voz de los fusiles instituyó el autoritarismo y el terror en una sociedad previamente golpeada por una pandemia de efectos globales.
El despliegue de las fuerzas policiales y militares tomó por sorpresa a los marchantes, con el sofisma de la “normalización del orden público” irrumpió un gobierno acostumbrado a asesinar a su pueblo, para quien la democracia era un simple discurso, unas líneas en el papel. Como gobierno que se debe a los intereses de las elites económicas y políticas, desconoció a los marginados como actores sociales en derecho de defender sus intereses, instituyó la infamia, utilizó a la prensa cómplice del horror.
Los marginados pasaron de un día para otro, de ser parte de la nación, a ser señalados como vándalos y terroristas. Tal resignificación puso una lápida sobre sus cabezas, se distorsionaron los relatos, y se reivindicó la barbarie. Ante la orden restrictiva a la libertad de expresión, las únicas armas de los marchantes para defenderse fueron los teléfonos celulares; convertidos en narradores de su propia muerte, clamaron por un auxilio que traspasó fronteras y cuyo eco resonó en extranjeros y emigrantes conmovidos, quienes enviaban voces de aliento.
Ese gesto era una bocanada de aire para ellos, sabían que iban a morir, simplemente no querían ser ignorados y olvidados, era la realidad de su existencia, pero ahora en su muerte exigían que mayo del 21 fuese recordado. Querían apropiarse de ese presente para que futuras generaciones pudieran apropiarse del pasado. Era su sangre la tinta que narraba sus historias.
Los pobres, “los nadies”, despertaban de sus durísimas condiciones sociales y cada marchante estaba dispuesto a correr el riesgo que ello implicaba. Era el derecho inalienable al hastío lo que los movía.