El genial curita relató cómo hace veinte años “secuestró” al santo patrono de San Pablo Bolívar en un hecho macondiano, y en 2001 se casó tras renunciar a la iglesia.
Mientras repaso la historia que me llevó hace veinte años hasta San Pablo (Bolívar), contacto al padre Bianchi para reconstruir los hechos.
Actualmente Bianchi vive en Alicante donde ejerce como mediador educativo, un modelo de conciliación que es una novedad en Europa para superar los conflictos en el contexto escolar.
Sobre la decisión del padre Linero me dice que “es muy valiente” pero que tiene sus consecuencias. “Lo más triste de salirse de cura es que tienes cerradas todas las relaciones con la iglesia, aunque me haya casado por lo católico estás afuera. Lo mejor que podrías hacer es dar clases de religión en un instituto, pero eso te lo prohíben. La iglesia pierde a mucha gente valiosa. Yo no estoy arrepentido, estoy muy feliz. Volvería a hacer los mismos pasos”.
Bianchi, como el padre Linero, fue un cura diferente, de esos líderes espirituales auténticos que parecen haberse inspirado en la obra de Rubén Blades, el padre Antonio y su monaguillo Andrés, una forma fresca de ver la vida, un ejercicio del sacerdocio a partir de la solidaridad, la alegría y la espontaneidad.
En 1998 protagonizó la historia del secuestro del santo patrono de San Pablo, hecho que recuerda con claridad. “Esta historia me ha marcado mucho y me ha dado la posibilidad de ganarme un pueblo y ellos me han ganado a mí, aunque a la distancia, expresa con un dejo de nostalgia por San Pablo".
Fue tal su conexión con el episodio que lo llevó a las primeras páginas de la prensa colombiana en agosto de 1998, donde de su puño y letra escribió un texto maravilloso. A continuación, previa autorización de Bianchi, comparto su testimonio y la historia que encontré hace 20 años en un apartado y cenagoso poblado de Bolívar:
San Pablo, Bolívar, 5 de septiembre de 1998. Los loros, con sus plumas más verdes por el aguacero, orquestan su alboroto desde la copa frondosa de un mango. A la sombra del árbol, Jacinto Castillo se dispone a vender su primer atado de yuca. Es medio día y no ha parado de llover, tampoco se ha vendido nada, entonces el campesino toma entre sus callosas manos una imagen de san Pablo. Es el santo patrón de su terruño o como el mismo refiere "el bacán" que todo lo puede. Jacinto le debe más de un favor a la sagrada imagen de madera.
Recuerda que su hijo, a la edad de tres años fue víctima de un severo caso de disentería y fue San Pablo quien le trajo a su muchacho de vuelta a la vida: Han pasado cinco años y el muchacho ahora trabaja en una hacienda de la región cuidando ganado y es uno del ferviente feligrés. ”Erdaaa (sic) es que ese santo es muy efectivo, como le parece que el pelao se puso bien malo, pero mi patrón San Pablito me lo devolvió a la vida”.
Jacinto y el muchacho llevan sus pasos y sus rostros ansiosos hasta a la vetusta iglesia de san Pablo. El gesto es de desconcierto porque el altar está vacío y ya se advierte el séptimo aguacero del día. Apenas han vendido tres yucas y una bolsa de limones, dicen que solo el retorno del santo puede traer alivio a estas remotas tierras. La historia se repite en cada esquina.
Aunque el desconcierto ha sido generalizado, muchos sanpableros están de acuerdo con la determinación del sacerdote italiano. Admiten que un santo con tantas obras comprobadas necesita de una casa segura, no la desvencijada capilla que se sostiene caprichosa, pero que tambalea con un suspiro.
Santo "robo"
Muchos son los favores que San Pablo ha hecho a los feligreses de esta comarca mágica de Bolívar. Hoy todos aguardan el retorno de santo patrono, pero el padre se mantiene firme en su posición de no devolver la imagen hasta reunir el dinero suficiente para restaurar el templo, hoy a punto de caerse.
Desde la casa parroquial se advierte un ritmo cadencioso y sensual. Varios vecinos de la comarca se han organizado para visitar al cura y hablar del episodio más importante en la historia del pueblo. El potente equipo de la casa parroquial suena ritmos caribeños y champetas; los delegatarios de San Pablo tocan a la puerta y saludan con entusiasmo al padre. Uno de ellos, quien encabeza la comisión es un cachaco, el dueño de la tienda Joselito, el hombre que más dinero ha aportado en la colecta. Después de veinte minutos llegan a un acuerdo en cuanto a la imagen solo regresa hasta que se haya reunido una parte del dinero. Apenas va un millón, un puñado de billetes retorcidos que ahora el padre enseña como testimonio de la necesidad de haber guardado al patrono.
Afuera, en la calle invadida súbitamente por la voz del vendedor de yuca y el rebuzno de un asno, se advierte también la canción de los chiquillos sanpableros. Los pelaos ya le sacaron una ronda al evento de la desaparición del santo. “Ya no se puede reza', porque el santo está perdío (sic) cuando lo devolverán si ese es mi santo bendito”.El padre Maurilio dice que si sus feligreses aportan, pronto tendrán de retorno a San Pablo.
Gracias a la más sonora noticia que se haya registrado en el remoto y macondiano caserío, el país y el mundo conoció al padre Maurilio Bianchi, un hombre entregado a Dios, pero con una interpretación moderna y muy viva de su labor sacerdotal. El cura de los ojos azules camina por la serpenteante callejuela y se advierte el desfile de miradas desde las ventanas de los ranchos. Maurilio Bianchi, tiene ahora dos títulos, el del sacerdote más corrido de Colombia y, por supuesto, como dice una voluptuosa sampablera, el del religioso más bizcocho.
Rumoran en San Pablo (Bolívar) que el padre está casamentero, los mulatos no quieren saber de celibatos y las más atrevidas muchachas se atreven a encargarle al santo un favorcito a ver si “su reverencia se enamora” Como un presagio Maurilio dejaría el sacerdocio tres años después para casarse con una sampablera.
El testimonio escrito por Maurilio Bianchi
Mayi sí sabía. Y, en la tarde, dejó sin pasar el candado de la Iglesia de San Pablo Bendito.
La chusma de culicagaos que invadía a diario la Casa Cural se adormecía frente a la novela de las 10:00 p.m. Todos en San Pablo cumplían su función de las diez de la noche de aquel sábado 22 agosto de 1998: los perros ladraban, los gallos cantaban, los sapos croaban y los hombres y las mujeres, como los anteriores, a lo suyo: gozar o dormir. Nadie podía sospechar el plan que estaba fraguando. Dudas y temores sobraban pero los “san pableros” habían acabado con mi paciencia: faltaban 5 meses para las fiestas patronales y no teníamos ni plata ni tiempo para arreglar la iglesia para la fecha.
Sentado en la mecedora, junto a todos los pelaos que buscaban refugio y diversión en mi casa, tenía que hacer un tremendo esfuerzo para disimular el estado de excitación que sentía. Como movido por una fuerza ajena abandoné apresuradamente mi asiento y ordené al oído de Delmín.
—Ven conmigo que vamos a hacer una maldad.
Acostumbrado como estaba a este tipo de cosas no dudó un instante y me siguió. Salimos de la sala hacia el patio y de ahí a la calle. En el breve trayecto hasta la Iglesia le di las instrucciones necesarias sobre cómo tenía que actuar (necesitaba un compinche para asegurar rapidez y limpieza en el golpe).
Llegamos hasta la plaza de la Iglesia y observamos detenidamente el escaso movimiento que quedaba en la calle central. Había unas cuantas personas a la altura de la casa de Lurdita terminando la partida de dominó.
El destino nos acompañaba esa noche y en unos minutos se disolvió el grupo. En cuanto la ausencia de testigos fue absoluta, corrí hasta la oglesia mientras Delmín controlaba el exterior.
Empujé la reja y me fui derechito hacia San Pablo mientras abría el costal que lo iba a albergar los próximos meses. Y cuál fue mi sorpresa cuando, en el último momento, me viene el Santo con que no quiere colaborar y se me pone gallo.
—¡Colabore compa! ¡Que esto es por usted y los sanpableros! ¡Al costal! ¡No se ponga pesao! ¡Al costal!
—¡Oiga esto es un abuso! ¡Cinco meses sin velas!
—¡Déjese de vainas que tengo velas en casa! ¡Y ron! ¡Al costal!
—¡Pero como voy a dejar huérfanos a todos mis san pableros!
—¡Piense en lo contentos que se pondrán el día de la fiesta! ¡Puro petardo! ¡Al costal!
Sin poder dar crédito a esta pía conversación con San Pablo Bendito conseguí persuadirle para que se metiera en el costal; no sin antes prometerle unas siete veces que no le faltarían velas, y ron, por supuesto.
Convencido el santo salí corriendo de la iglesia tan rápido como me dejaban mis caucho-sol y los charcos hacia el quiosco de la casa cural. Delmín, boquiabierto por la cháchara con San Pablo Bendito, se ocupaba de cerrar la reja con el candado sin dar crédito a lo que había oído.
Una vez se reunió conmigo quedaba resolver cómo meter el santo en mi pieza sin que se dieran cuenta de nuestra maldad los atentos telenoveleros. Le tocaba inventar algo a Delmín para sacar a toda aquella gente por la puerta principal sin que hubiera terminado el capítulo. Delmín: todo iniciativa, valentía y creatividad.
—¡Oigan, muchachos, ahí hay dos compas besándose en la calle del cementerio!
Y todos salieron corriendo en pos de un espectáculo mejor que el que ofrecía la televisión, casi excepcional en ese rincón del mundo. Durante los pocos minutos que tardaron en decepcionarse y volver a la casa cural tuve el tiempo necesario de meter al santo en mi escaparate, el único lugar bajo llave de la casa; sin vela pero con botella de ron.
Regresé a la mecedora liberado de toda la tensión de las horas precedentes y suspiré aliviado mientras los pelaos iban regresando uno a uno a sus esteras para aventurarse en sus sueños. Conseguí un tinto de las manos de Alexis e intenté dormir sin perder de vista la mirada cómplice de Delmín, a quien estaba inmensamente agradecido por su incondicional y silenciosa colaboración.