Cuando era un joven millonario, gracias al negocio de las esmeraldas que hizo con un tío en la Guyana, Fidel Castaño llegó a su pueblo, Amafi, con ínfulas de dueño. Compró un bar frente a la plaza y se agarraba a lengua con su papá Jesús, al quien decía adorar pero que en el fondo odiaba. Años después, en 1981, cuando las FARC lo secuestró, y después lo asesinó, Fidel, Carlos y Castaño tomaron esto como excusa para armar a sus hombres y empezar una matanza que aún hoy no cicatriza.
Antes de eso, mientras jugaba billar en el pueblo, se enteró que una vecina había denunciado a su papá cansada de las golpizas que le daba a su mamá y que el hombre había quedado preso. "Habría que echarle ácido en la cara a esa perra" dijo el joven Castaño y estuvo a punto de realizar su promesa si la joven no le hubiera pedido perdón a él y de rodillas.
Los Castaño fueron 10 hermanos y no todos fueron como Vicente, Carlos y Fidel. Manuel, uno de ellos, no quiso meterse en el negocio de matar y traficar coca así que se refugió en el alcohol y vive pobre todavía en Urabá. Romualda no tuvo tanta suerte. La joven era una de las hermanas menores del clan y abominaba de los delitos que cometían. Se metió a estudiar ingienería, tal y como lo cuenta María Teresa Ronderos en su libro Guerras recicladas. Según testimonio de Ernesto Báez, dado en el 2013, Fidel no toleró la rebeldía de la hermana, eso de querer ser decente y la golpeó tanto que la mató. La joven habría amenazado con entregarlo a la policía.
El otro crimen que cometió Castaño fue con Olga Escobar, la hija de un próspero comerciante de Amalfi, doce años menor que él, con la que se casó. La joven desapareció un día de 1990. Según un informe del DAS Fidel la mató por celos y luego la mandó a picar y desaparecer.
Detrás de su aspecto de pulcro conocedor de arte, coleccionista de vinos y de manuscritos de Rimbaud, se escondía un sicópata asesino que disfrutaba matando y amedrentando mujeres.