La mendicidad en todas las esquinas del Centro Histórico siempre tiene un origen que hay que ir a buscar lejos de quien la ejerce y padece. El desespero económico y la escasa inclusión laboral, deriva en el asedio y acoso de incapacitados, raperos, prostitutas, jíbaros, y una sempiterna mendicidad que atosiga al turismo 24/7.
Cada vez que vuelvo a Cartagena, me tropiezo con un discapacitado en silla de ruedas, que regaña a los turistas por no ayudarlo, los insulta, y les lanza una retahíla de improperios acompañados de mirada despectiva: "Tengo hambre"...frase recurrente y coercitiva, a manera de mantra repetido hasta el fastidio, la cual logra incomodar, e induce a los visitantes a ser más empáticos con su situación. Afortunadamente, la mayoría no entiende español, algunos sospechan de su despotrique. Sin embargo, lo ignoran; vienen de una cultura que no acostumbra a dar limosnas.
La indigencia se vuelve recursiva: retazos de cartones con mensajes en inglés: "Homeless and hungry, I need your help".
Otro personaje, no sé si las muletas son parte del disfraz, no te permite comer con tranquilidad en la esquina del "Pan de bono", primero te intimida con una mirada hostil, luego te extiende la mano en señal de colaboración, ¿o de exigencia?, a veces, te agrede con vituperios, si no colaboras.
Niños también son usados en la mendicidad... ¡Y, si les da la oportunidad, te tumban!
El drama comienza al salir del hotel, en tan solo diez minutos te pueden acosar cinco vendedores de artesanías, ocho masajistas, cinco vendedores de cerveza, cuatro vendedores de frutas, cuatro prepagos, sin haber siquiera alcanzado la playa.
El 60% de la fuerza laboral se enmarca en la informalidad y la tasa de desnutrición infantil en las zonas periféricas de la ciudad podría calificarse de emergencia sanitaria.
¿Qué se puede esperar de una ciudad que tuvo catorce alcaldes durante los ocho años de gobierno de Juan Manuel Santos?
Esta es la Cartagena insospechada, la oculta, la que deambula todas las calles bajo la mirada suspicaz e indolente de la flor y nata cartagenera. La consabida moral de un grupo privilegiado que, no ve con agrado, y cuestiona el supuesto "sentido de pertenencia", al uno discrepar de una autocensura voluntaria, desensibilización y desprecio al lumpen.
Sobre todo, cuando la ética individual y la moral colectiva no son conceptos que funcionan en coalescencia. Hoy, tristemente, desdeñar a esos seres humanos harapientos que, empañan la imagen de espejismo paradisiaco de la fantástica ciudad colonial; se ha internalizado y, forma parte del imaginario colectivo.
En fin, letras sin virtud son perlas en el muladar, y, sin embargo, "no es oro todo lo que reluce", razón por lo cual no todo lo que nos ofrecen vale la pena. El negocio pedigüeño de las migajas continúa siendo un lastre, un factor disuasivo que ahuyenta al turismo.
Si después de veinte años, regresas a "Ciudad Marasmo", descubres que la fuerza de la costumbre de la mendicidad se ha mantenido vigente en los espacios públicos donde opera, los mendigos son profundamente territoriales; se enquistan y se autodeclaran propietarios del espacio urbano, lo usurpan ferozmente, lo alquilan a sabiendas de que no pueden otorgarse el derecho de posesión de éste, y, les muestran los dientes a los potenciales "invasores" advenedizos.
Sino pregúntenle al "Buitre", que tiene cuarenta años vigilando carros en la Plaza de la Merced, sin atisbo de jubilación. Tampoco la prostitución que ha envejecido en el mismo lupanar a cielo abierto; el Parque Centenario, tiene esperanza de pensionarse.
El joven mercado de la lujuria, con sus diminutos atuendos rojo puta, glúteos aumentados y tetas turgentes, amenaza el rebusque más antiguo ejercido dentro del Parque Centenario, hoy en su flacidez geriátrica.