"Mátate mi amigo…mátate", 25 años de Rodrigo D.

"Mátate mi amigo…mátate", 25 años de Rodrigo D.

Una de las películas más importantes del arte punk fue realizada por Victor Gaviria cuando Pablo Escobar era el dueño de las comunas de Medellín.

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agosto 06, 2016

“Ya no consigo más satisfacción. Ya ni con drogas, ni con alcohol. Ya no consigo ninguna reacción”. Esta línea de la célebre canción que interpreta Mutantex en Rodrigo D. no futuro podría resumir lo que era ser joven y pobre en Medellín a mediados de los años ochenta.

Mientras Colombia ardía en llamas por cuenta de los conflictos entre guerrillas, narcotraficantes, paramilitares y Fuerzas Armadas, la muchachada popular se perdía en sus veleidades y el futuro parecía no preparar nada bueno.

En este contexto, la música se volvió un instrumento de salvación. La eclosión cultural de los setenta puso en la órbita el rock, el jazz y otros sonidos: el punk y el metal. En ciudades como Bogotá y Medellín estos géneros atraparon la atención de la juventud. Su contenido antisistema y su decadente luminiscencia hicieron de esta manifestación musical un estilo de vida.

En acetatos y casetes se oían bandas como The Damned, The Exploited, 4 Skins, Sex Pistols o Dead Kennedys. En fanzines como Piraña Zine, Diabolic Force, Necrometal, Nueva Fuerza, Visión Rockera, Hellzine, Black Zine y Medellín Subterráneo se divulgaba el sonido que devoraba a la juventud. Todo esto en una ciudad que era víctima y verdugo de los excesos y las bondades de Pablo Escobar.

Las apuestas literarias del momento venían acercándose a estas realidades, novelas como Aire de Tango (1973), de Manuel Mejía Vallejo; Crónica de tiempo muerto (1975), de Óscar Collazos; Que viva la música (1977), de Andrés Caicedo; Los parientes de Ester (1978), de Luis Fayad; Sin remedio (1984), de Antonio Caballero; El cielo que perdimos (1990), de Juan José Hoyos.

Estas, entre otras apuestas estéticas, desmontaron el anquilosado estilo de los escritores costumbristas y pusieron como protagonistas a las urbes y a los fantasmas, los conflictos y los desvaríos de los individuos que las habitaban.

El cine, como arte que congrega a sus expresiones hermanas, no se podía quedar atrás. Víctor Gaviria lo entendió así y, haciendo uso de su acervo literario y su gran capital cultural, utilizó la técnica del neorrealismo italiano para poner en la pantalla la vida de un joven de las comunas de Medellín.

Con Rodrigo D. no futuro se enseña que la pobreza y la juventud son potentes condicionantes en la anulación de las proyecciones humanas.

El protagonista, Rodrigo, es un muchacho que busca suplir su vacío maternal y existencial con el punk. Esta aspiración, sin embargo, no es posible porque no tiene el dinero para conseguir su instrumento: la batería. Así, con algo tan simple como real, Gaviria explota una poética y una estética que condensan la sagacidad de la juventud, la contramarea del entorno, la explosión de la música.

Con pasajes revestidos de una oscura inocencia, como Rodrigo y sus baquetas, el realizador antioqueño encierra lo que el crítico Pedro Adrián Zuluaga denominaría “los resortes de los personajes”.

De ahí se desprende otra cualidad de la película y del realizador, que es capaz de sacar de los recovecos de sus personajes una meditada sensibilidad: el mismo muchacho que le grita a su hermana y no oculta su machismo se convierte en un ser que suscita simpatía por la imposibilidad de conseguir su batería.

Hay otros elementos que hacen de esta película un hito en la historia del cine colombiano: el uso del lenguaje en su expresión más cruda y el uso de actores naturales (su virtud radica en que no actúan, viven) son dos factores que contribuyen al triunfo de una apuesta que sería exhibida en Cannes ante un público mundial (fue la primera película colombiana exhibida en la selección competencia).

Si hay que hablar de personajes es indudable que los de Gaviria se han hecho inolvidables: Rodrigo (interpretado por Ramiro Meneses) y su desasosiego, el Zarco (hoy fallecido) y su “visaje”, y la misma Lady Tabares, de La vendedora de rosas, son figuras que permanecerán en la memoria colombiana. Esto nos muestra la virtud literaria del realizador antioqueño.

A todo lo anterior hay que agregar el trabajo de investigación que Víctor Gaviria hizo para desarrollar con suficiencia y verosimilitud la película.

Gaviria se sumergió en las calles empinadas y laberínticas de Medellín, y dejó que los actores participaran en la creación del guión. Este método fue fundamental para el entramado discursivo y espacial de lo expuesto en Rodrigo D. y podríamos incluir, cómo no, a La vendedora de rosas.

Esto, por supuesto, no es un imperativo (nada lo es en la creación), pero el trabajo in situ le incorpora al largometraje otra importante característica: la de retratar el infortunio sin caer en la pornomiseria.

Nada de eso. Rodrigo D. no futuro es una producción que presenta un país en crisis (siempre lo ha estado), que abre las ventanas a otra narrativa y estética, y que sabe mezclar los testimonial y lo ficcional.

El largometraje supo expresar su descontento ante la realidad sin caer en la disputa desgastada del arte militante. Si un escritor no lo es por lo revolucionario, sino por lo creador (como lo escribió Julio Cortázar en su conocida querella con Óscar Collazos) un cineasta no es ajeno a dicha condición.

Víctor Gaviria logró lo que pocos han hecho: retratar la pobreza sin caer en el canibalismo; manifestar la indignación sin caer en el obnubilado visceralismo. Parafraseando a Charles Baudelaire, se puede decir que con Rodrigo D se hace de lo ordinario algo extraordinario.

Mirándolo en retrospectiva, 25 años después, se aprecia mejor su valor. Gaviria, el poeta, hizo del verso de John Keats su línea de trabajo: la verdad es belleza, la belleza es verdad. Esto es todo.

Película completa Rodrigo D. No futuro. 1990

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