deEl día empezaba en Cúcuta, salía el resplandeciente sol y a su paso calentaba techos y carreteras. La brisa fresca, pero fuerte, irrumpía de forma violenta, habitual para el cucuteño o el viajero que por algún motivo se terminó enamorando de las hermosas tierras y mujeres de la ciudad fronteriza, como es el caso de Pedro Cuadro Herrera, un cartagenero de tez morena, costeño como la arepa e’ huevo, el suero o la butifarra. Hace más de 40 años había llegado, rendido a los pies de una linda cucuteña, renunciando por amor, al mar y los ocasos de su ciudad natal.
El lunes 6 de julio de 2015 se comenzó a sentir la alegría en su casa, se levantó desde temprano con mucho ánimo y una gran sonrisa blanca, como la nieve. Estaba feliz, sus vacaciones habían terminado; iba a regresar a uno de sus muchos trabajos, aunque este era distinto, pues se localizaba en una zona que desde su parte humanista le llegaba al alma y donde su vocación por enseñar salía más a flote.
Realizó sus actividades habituales antes de salir, se puso su reloj de oro con correas de cuero, una argolla que simbolizaba la unión con su amada Marlene, echó en sus bolsillos una libreta y un bolígrafo negro por si en el trascurso del día se inspiraba y escribía un poema de esos que le salían del alma; a regañadientes puso su celular de última gama, regalado por sus hijos, en un bolsillo, pues a él le gustaba utilizar el viejo, era más fácil. Agarró las llaves de su carro, sin pensarlo y por última vez se despidió de una manera romántica y amorosa de su esposa. Se dirigió al colegio, el cual llevaba el mismo nombre del barrio, La Divina Pastora, en donde la muerte se pasea por las calles de manera oportunista para cegar la vida a quien el destino le pone cita. Pedro, sin presentirlo, iba ese lunes a cumplir el encuentro del que ninguno se salva.
Llegó al colegio, con su inmensa sonrisa, buena vibra y caminando de una manera serena. Saludó a todos sus colegas, aunque gozara de muchos estudios y reconocimiento, lo que afloraba primero era la sencillez y humildad.
Ese día no iban estudiantes, habría una reunión de docentes para hablar de las expectativas del tercer periodo; a las siete de la mañana ingresaron a un salón. Algunos no habían desayunado, los estómagos se escuchaban rugir, como cuando las olas del mar golpean las rocas. Para calmar el hambre, Pedro repartió unas cocadas, de esas que hacen en su natal Cartagena y que vende las mujeres palenqueras por las calles, con una gran vasija en la cabeza, desafiando la gravedad.
La reunión prosiguió, miró su reloj, marcaba las 8:30 de la mañana. Con otro colega decidió salir a la calle, a tomar y comer algo; cuando iban a cruzar el portón, un profesor, como presintiendo algo, les gritó que se devolvieran y esperaran un poco, pero con su gran sonrisa evadió el llamado y salió acompañado del colegio a cumplir la cita.
Se sentó, puso sus pertenencias en una mesa, pidió un jugo de naranja y una empanada. En el momento que le daba un sorbo a la bebida, el celular comenzó a sonar, su hermano desde Cartagena lo estaba llamando para informarle sobre el estado de salud de su madre que se encontraba enferma, contestó y se dirigió a la esquina del local, puso su antebrazo en una columna de la edificación, dando la espalda a la calle. Pasaron pocos segundos cuando llegaron dos hombres en una motocicleta, uno de ellos se bajó, miró hacia los lados, se levantó la camisa y desenfundó un arma de fuego, le quitó el seguro; sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor, Pedro seguía hablando por celular, el sujeto se acercó más, sin mediar palabra y de forma instintiva, apuntó a la cabeza y apretó el gatillo. Salió corriendo, se subió en la moto y junto a su cómplice huyó del lugar.
En este lugar sicarios acabaron con la vida de Pedro Cuadro Herrera. Foto: La Opinión
El profesor acompañante y los vecinos del sector, al escuchar el disparo, salen a ver qué había sucedido, encontrando una escena triste y macabra: el cuerpo de Pedro yacía tendido en el suelo, dentro del local, estaba envuelto en sangre. La comunidad se aglomeró, eran momentos de caos, desesperación y gritos ahogados anunciaban “¡mataron a Pedro!”. El sol desapareció, el cielo se tornó de color gris, sollozos de agua comenzaron a caer, el cielo estaba llorando. Con ayuda de la comunidad montaron el cuerpo en un carro y dos profesores lo trasladaron a la Unidad Básica Loma de Bolívar para que lo atendieran, pero a eso de las 9:30 de la mañana un médico dio la trágica noticia: “no tiene signos vitales”.
El profesor, poeta empedernido, humanista y buen amigo, fue asesinado, por robarlo. ¿Equivocación, una venganza?, nunca se supo, las balas asesinas acabaron su vida en el cumplimiento de su labor. Su bolígrafo negro no alcanzó a escribir los últimos versos, dejó solos a sus familiares, amigos, estudiantes. Pedro Cuadro, ese día, cumplió su cita con la muerte.
Dos días después, el 8 de julio, no se sentía la misma alegría. Ni el vacile costeño en su casa, ni en el colegio La Divina Pastora, todo era llanto, tristeza y rabia. En una funeraria de Cúcuta, lejos del mar, las olas y los atardeceres de Cartagena se encontraba el gélido cuerpo en un ataúd rodeado de flores de quien en vida había sido una gran persona, a las diez de la mañana fue trasladado a la Catedral de Cúcuta. Miles de personas se acercaron a darle el último adiós a quien murió en el cumplimiento de su labor.
En la catedral San José, en Cúcuta, se realizó una eucaristía y despedida al cuerpo del docente. Foto: Marta Estrella Rojas