En Europa se puso de moda el caucho. No había nada más moderno, a comienzos del siglo XX, que las gomas de los automóviles, los borradores. Era el futuro. El caucho lo sacaban de un árbol llamado hevea, que solo se daba en el Amazonas. Aventureros como el alemán Futzcarraldo se asentaron en ciudades construidas en la mitad de la selva, como Iquitos o Manaos en donde construyeron una casa de opera que no tenía nada que envidiarle a las de Milán o París. Fue una danza de los dólares. En Perú un senador y empresario, Julio César Arana, se metió al Putumayo colombiano, construyó una casa al lado de un río, en el poblado de La Chorrera, contrató a despiadados capataces y empezó a exigirle a los indígenas de la zona, una cuota mínima de caucho al día para llevarlos a la casa que tenía su nombre: Arana. El que no cumplía recibiría castigos, le podían quitar de un machetazo, por ejemplo, una oreja. Le daban látigo hasta la muerte. Los encerraban por docenas en cuartos diminutos. Se violaba y se destajaba con toda la impunidad. Para los indios no existía Dios.
En La Chorrera hoy en día hay 4.000 personas. Muchos de ellos recuerdan a sus abuelos llorar traumatizados porque aparecían los blancos en barcos, en aviones, en cualquier cosa que tuviera un motor. “Ya nos van a venir a quemar” decían los más viejos, los que sobrevivieron. Nadie sabe a cuántos mató Arana y sus capataces. Unas cifran hablan de cincuenta mil personas, otros dicen que fueron cien mil.
La casa aún está en pie, es un colegio. Arana murió casi a los noventa años y su entierro se hizo con todos los honores. En Iquitos y en buena parte del Perú este demonio es considerado un hombre de empresa visionario, que se abrió paso como pudo y que llegó a ser considerado como el dueño de la Bolsa de Nueva York antes de que hiciera crack. Muchos creen que es cuento que haya sido un asesino. Fue una historia que se inventaron los ingleses que le tenían envidia. Es triste que no llevemos tatuado en el alma el horror que desencadenó Arana y sus capataces. Nos sabemos de memoria el Holocausto armenio, judío y palestino, pero algo que pasó en nuestras barbas pasa de agache.
Nos sabemos de memoria el Holocausto armenio, judío y palestino, pero algo que pasó en nuestras barbas pasa de agache.
El próximo año se cumplirán cien años de La Vorágine. En esta novela José Eustasio Rivera fue de los primeros escritores influyentes del país denunció el genocidio de huitotos a cargo de la Casa Arana. El poder de La Vorágine no es solo literario sino también su capacidad de denuncia. Existe un plan desde el Ministerio de Cultura comandado por Juan David Correa para lanzar una edición especial de esta obra cumbre. Ojalá el plan contemple la posibilidad de que los niños en los colegios, más que desglosar semánticamente La vorágine, escuchen sus gritos de denuncia. Acá hubo un genocidio, acabaron veinte tribus del Amazonas solo porque un político quería tener un imperio. Está prohibido olvidar.