Muy rara vez me aburría. Tuve una infancia privilegiada en la que jamás faltaron los juegos (y lo que es aún más importante, alguien con quién jugar). Supongo que fueron esos años los que determinaron casi la totalidad de mi existencia y tallaron de forma imperceptible mis decisiones y rumbos venideros. De cierta manera y sin tomármelo en serio, aprendí a vivir: supe qué era la justicia, la solidaridad y la lealtad jugando con mis primos y hermanos. Pasé años enteros, felices y veloces con la única cortapisa de la imaginación desenfadada o las instrucciones marciales -de tiempo y lugar- de mi abuela. Jugar también tenía límites y sin duda, el más dramático de todos eran las visitas al médico en vacaciones. Una interrupción dramática de la felicidad infantil, que mi diligente madre observaba con precisión de verdugo. Lo que me resultaba más insoportable era la espera rodeado de niños, igualmente frustrados, que también anhelaban volver a sus casas a emprender un nuevo juego o a continuar uno viejo. Recuerdo que lo que más me aturdía era el silencio pactado de las salas. Incluso un estornudo era mirado con sospecha. Un mutismo consuetudinario que solo hacía más cruel -y por supuesto más prolongada- la odiosa experiencia. Hasta que una de esas veces, y de la nada, un día cualquiera, resultado del arrepentimiento, la contención y el hastío, aprendí a entretenerme matando palabras.
Era muy sencillo y efectivo. Escogía al azar una de ellas la repetía, una y otra vez, sin detenerme por algo menos de un minuto. De repente la palabra empezaba a vaciarse, a drenar su espíritu y a extraviar su significado. Se convertía en simple ruido. Hecha un cadáver de sonidos, la abandonaba y seguía con la siguiente. Era un sádico de 10 años. Miles de víctimas cayeron como parte del macabro juego. Por fortuna horas después, volvía a las palabras y las encontraba intactas como columnas romanas, dispuestas a quedarse ahí, erguidas desafiando al tiempo y las invasiones. Con los años abandoné la asesina costumbre, y encontré formas más interesantes de evadir el inexorable aburrimiento que trae consigo la vida. (Empecé a enamorarme por afición; el deporte del corazón cualquiera). No obstante, hace un tiempo en una conferencia de emprendimiento en la que de nuevo me aburría fatalmente, me di cuenta que mi infantil juego se había convertido en un oficio: un expositor repetía y repetía una palabra -creo recordar que era “innovación”, sus ojos brillaban como si estuviese revelando alguna verdad secreta; la audiencia mientras tanto, asentía sin parpadear. Ante mí la palabra empezaba a morir o -mejor- a ser ejecutada con alevosía.
El problema radica en utilizar las palabras como conjuros o hechizos.
Rebajarlas a una triste condición de fórmulas vacías
que pretenden aparentar seriedad o erudición
Desde ese día, he sido testigo de cómo políticos, tecnócratas, líderes internacionales y hasta curas (personas que presumen de su probidad moral al mundo) convirtieron al lenguaje en su víctima preferida. Basta revisar un par de conferencias para ver cómo las palabras agonizan en las lenguas húmedas de personajes que de tanto repetirlas -sin reflexionar lo suficiente- las matan. Por el patíbulo ya pasaron “otredad”, “disrupción", “resiliencia” o la más frecuente y común de todas: “empatía”. El problema radica en utilizar estas palabras como conjuros o hechizos. Rebajarlas a una triste condición de fórmulas vacías que pretenden aparentar seriedad o erudición; propósito que en la mayoría de los casos queda a mitad de camino. No existe palabra que viva en un estado de absoluto aislamiento y que sirva, en sí y por sí misma, para desarrollar un concepto con plenitud o erigir una alternativa satisfactoria ante los embates del existir.
La vida de las palabras florece cuando se aprende a saberlas acompañar. Cuando se arriesgan a hacerse poesía o canto; cuando se les considera en conjunto y se les enseña a bailar, a esconderse y a huir. Una palabra es parte de una constelación de sentidos y significados que se enriquece entre más relaciones tengan las unas con las otras; cuando conoce la espontaneidad, el humor y el ingenio. Todo lo contrario a las falsarias metodologías -ya acostumbradas en ciertos medios y escenarios- donde parece ser que la apuesta se cierra por lo bajo: esperando que el lenguaje se consuma a sí mismo de tanto maltratarlo. Las palabras no son simples pretextos o atajos, son los hilos que hicieron que el hombre soñara alguna vez con abandonar para siempre su irremediable condición de bestia monosilábica. Cuando dejó atrás al hombre grito.
@CamiloFidel