Si los asesinatos en Riohacha se elevaran a uno diario, la ubicarían junto a Caracas entre las ciudades más peligrosas del mundo; esto se mide por el número de asesinatos al año por cada cien mil habitantes. Muchos ciudadanos desesperados y preocupados claman por la protección de sus vidas y la de sus hijos. Algunos aceptarían que maten al que ande delinquiendo, justificando la pena de muerte, que no existe en nuestro Estado social de derecho. Incluso el criminal más despiadado debe ser procesado por un juez de la república.
Si se acepta la justicia por cuenta propia o por organizaciones al margen de la ley, la violencia crece sin límite hasta niveles insospechados. Las bandas delincuenciales tienen un sistema de promoción automática, tan pronto cae el jefe, su lugarteniente, a veces más sanguinario, ocupa ese espacio. En el caso de las “limpiezas sociales” está probado que primero caen los delincuentes, luego cualquiera que piense diferente, los defensores de derechos humanos, los gays, los transexuales. En una época nefasta en Riohacha se eliminaron los pordioseros y locos.
Ante la ola de violencia la respuesta de las autoridades civiles, policiales y militares es siempre: consejos de seguridad, incremento del pie de fuerza, ampliación y optimización del uso de las cámaras de seguridad y de los cuadrantes, el mejoramiento del sistema carcelario y la recompensa a los delatores. En contraste, se agrandan los sectores extremadamente empobrecidos, plagados de violencia con armas y crímenes asociados a las drogas y al sicariato. La mayoría de actores son jóvenes que en sus hogares son comunes el desempleo, el poco estudio y la violencia intrafamiliar.
He allí el producto del resentimiento social por las condiciones de desigualdad y exclusión en que viven. Son esos ambientes los causantes de la violencia que hay que cortar de raíz. La mayoría de las personas que mueren de manera violenta en el plano de las relaciones sociales lo hacen no en el marco de la guerra, sino como consecuencia del crimen ejercido o padecido de manera individual. Hay muchos colombianos que para poder darles de comer a sus hijos tienen que salir a rebuscarse con un puñal.
Los jóvenes acusados de homicidios tienen casi siempre los mismos antecedentes: traumas en la niñez, victimización, pobreza extrema, salida del sistema escolar, interacciones tempranas con la policía. Camino abonado para la cárcel o el cementerio. Otros crímenes menores lo cometen adictos a las drogas; todos menesterosos de asistencia, pero que nunca la tuvieron, serán los próximos cadáveres o asesinos. No porque sean mentes criminales poderosas, sino porque nos han estado clamando ayuda desde sus sectores sociales y no se ha sido capaz de darla; esta no es más que empleos, educación y asistencia sicosocial a las familias.
¿Cómo llegaron a esos crímenes? ¿Qué resulta más costoso?, ¿combatir esa delincuencia con muertes y encarcelamientos o tener la posibilidad de invertir esa gran cantidad de recursos y quizás prevenir que eso hubiese ocurrido desde un comienzo? La historia nos enseña que las cárceles empeoran la seguridad pública. ¿Por qué se invierte más en represión, que sabemos no erradica las causas y no en educación o en tratamiento en salud mental y abuso de sustancias o inversiones en la generación de empleo para poder desarrollar la comunidad?
Se hace necesaria la intervención integral para la transformación de esta creciente amenaza a la convivencia ciudadana con propuestas claras de reivindicación social. Nunca hemos escuchado a los secretarios de gobierno, ni departamental ni distrital, hablando de este tipo de cosas. Siempre los vemos en las fotos de los consejos de seguridad; jamás se les escuchan estrategias de transformación comunitaria. Así nunca se revierten esas tendencias. Lo que se hace es como tomar medicamento para la fiebre que produce una infección, sin combatir la infección misma.