Hace poco presencié como dos personas muy cercanas a mi reían alborozados viendo el video de una turba de borrachos matando a patadas a un jovencito que entró a robar un billar en Cúcuta. Admiraban a los linchadores hasta el punto de considerarlos héroes de la patria. “Así hay que tratar esas hijueputas ratas” decían. Ninguna de estas dos personas se podía catalogar como malas. Buenos padres, buenos hijos, católicos de misa diaria, nunca han golpeado a otro, jamás han robado. Sin embargo, alimentados por la rapiña mediática, se fueron transformando en colombianos promedios. Es difícil que el ADN de un país devastado por una guerra de setenta años, por la masacre diaria, no mute hasta convertirse en la semilla de un monstruo.
En Tibú, por ejemplo, creían que era deber de comerciante detener a dos niños de 12 y 17 años que fueron encontrados robando en una tienda porque no tenían zapatos, porque tenían hambre, porque nunca fueron a un colegio, y entregarlos a los hombres de John Mechas, disidente del frente 33 de las FARC, quienes se los llevaron a las afueras del pueblo, los pusieron de rodillas y les reventaron la cabeza de un balazo. Es el mismo procedimiento que se realiza con los ladrones en la capital del Catatumbo que cambió el 6 de abril del año 2000 cuando las fuerzas de Salvatore Mancuso asesinaron, en la cancha de fútbol del barrio Unión, a veinte personas. Esa fue la época en la que la famosa Mano Negra, que limpiaba de ladrones las ciudades colombianas, se transformó en una fuerza militar y política con rostros que muchos quisieron para presidentes como los comandantes Castaño y Mancuso, quien terminaría siendo idolatrado en el Congreso de la República, por exorcizar, a punta de cabezas cercenadas, el fantasma del comunismo en Colombia.
Los medios y mandatarios irresponsables como Claudia López instauraron la infamia mayor: la sensación de inseguridad se explica sólo por la migración venezolana. Acá no pasó una pandemia, no se perdieron millones de empleos durante una crisis que duró más de un año, no se falló en la entrega de subsidios a las familias que perdieron los negocios de los que vivían por no poder salir a la calle, la violencia y la inseguridad que se viven en la calle es sólo por el arribo de cientos de miles de venezolanos que destruyeron el país idílico en el que siempre hemos vivido. Entonces lo mejor es aleccionar a estos delincuentes, a estos vagos, y tomar justicia por mano propia empelotando al que roba y colgarlo de un poste como hicieron el pasado lunes 11 de octubre en el barrio Cantarrana de Villavicencio con tres muchachos que se robaron el celular. La solución es creerles a candidatos que venden la venganza como Rafael Nieto Loaiza que promete desatar al propio Armagedón contra los delincuentes cuando llegue a la presidencia o la propia Cabal que nos dará a cada uno un arma para matar a todo aquel pobre que se atreva a desafiar la propiedad privada. Y todo aquel que apele a la sensatez de pedir que se trate de educar a la gente, que se cambie el chip buscando una sociedad más equitativa, será degradado al rótulo de comunista. Miren nada más la estrategia de Claudia, de aprovechar su alcaldía para mostrar su lado más fascista y apuntar contra los venezolanos, los pobres y prometer reforzar la seguridad de bolillo y bala que ha convertido a la policía nacional en una de las instituciones más odiadas por los colombianos.
Hace poco le leí a Carolina Sanín un trino que explica un poco porque está tan desatada la inseguridad en la Capital. Un hombre asaltó a una familia y lo que le pidió, simulando tener un arma entre la camisa, era que entrara a una droguería y le comprara pañales para su bebé. El discurso del odio ese que da votos, debe ser castigado en las próximas elecciones. Ojalá estemos a la altura y sepamos leer el problema. Ojalá no nos vuelva a quedar grande votar.