Masacres que vuelven y duelen

Masacres que vuelven y duelen

Son distintos los factores que confluyen y ponen en juego la estabilidad de la sociedad colombiana en sus múltiples niveles y escenarios. Una perspectiva

Por: Orlando Ortiz Medina
agosto 25, 2020
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Masacres que vuelven y duelen
Foto: PxHere

Colombia hiede a muerte, entre masacres y COVID-19 se nos está yendo la vida. La tarea de cada mañana es revisar el conteo de muertos, cuántos por contagio y cuántos por la “nueva masacre que sacude al país”, como acostumbran a titular los medios.

En menos de una semana fueron 3 en el departamento de Nariño, 1 en Cali, 1 en Cauca y 1 en Arauca, con alrededor de 30 personas asesinadas. Cerrando esta nota, llega una nueva en Antioquia. Van 34 masacres en lo que va corrido del año en distintas regiones de Colombia; 36 se habían cometido en 2019, la cifra más alta desde 2014, cuando estaba en curso el proceso de negociación del acuerdo de paz con las Farc, que este gobierno decidió tirar por la borda.

De ninguna hasta ahora se conocen los responsables. Fueron los “presuntos”: presuntos miembros de bandas delincuenciales, presuntas disidencias, presuntos paramilitares, presuntos narcotraficantes con presunta participación de las fuerzas del Estado; tal y como presuntamente habrá una autoridad que se encargue de esclarecer los hechos y presuntamente nos quedemos esperando a que haya justicia. Mientras tanto, Colombia se convierte en un país que presuntamente exista para las próximas generaciones.

Son distintos los factores que confluyen y ponen en juego la estabilidad de la sociedad colombiana en sus múltiples niveles y escenarios.

En primer lugar, la ausencia de una figura respetable de autoridad. En un momento tan crítico como el que estamos viviendo, con la crisis del covid-19 atravesada en su gestión, el presidente Duque ha sido incapaz de personificar un liderazgo que convoque a la nación en torno a sus problemas más apremiantes.

Durante su gobierno, en Colombia ha iniciado un nuevo ciclo de violencia; volvimos a las épocas de barbarie, cuando los señores de la guerra tomaron por su cuenta el ejercicio de la autoridad en casi la totalidad de los territorios. Algo se había avanzado con el acuerdo de paz, pero la idea de hacerlo trizas con que voceros de su partido amenazaron desde los tiempos de la campaña presidencial, hoy es un hecho en prácticamente toda la geografía nacional.

No hay nada que pueda exhibir o reconocérsele por su gestión, avanzados ya dos años de su periodo de gobierno. Su desconexión con la realidad es total, su bagaje y conocimientos en asuntos de Estado son primarios y su credibilidad no va más allá de la que, incluso con reservas, le ofrecen algunos miembros de su partido o de sus seguidores en la opinión, que responde antes que nada al respaldo fanático que existe sobre su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, quien también ha sido el principal encargado de invisibilizarlo y restarle protagonismo.

En segundo lugar, tenemos una institucionalidad desvertebrada, disfuncional, que no genera ni los vínculos ni las mediaciones necesarias para el trámite formal de las demandas de los diferentes sectores sociales; una institucionalidad permeada por la corrupción y con casi todos los órganos de control cooptados por los amigos del presidente y su partido, que pone en entre dicho el equilibrio de poderes que corresponde a cualquier sistema democrático.

En tercer lugar, seguimos siendo un país renuente a que haya nuevos espacios y formas de participación y representación política, que teme a que se profundice la democracia y a que la ciudadanía o nuevos sectores políticos tomen parte en los asuntos de interés público. Se insiste en preservar un régimen que se cuida de ver menoscabado el poder de quienes históricamente han mantenido su hegemonía.

En estos tres factores se encuentra, en parte, la explicación de las actuales manifestaciones de violencia que se encargan de llenar el vacío de autoridad, crean una institucionalidad paralela que impone las reglas de los grupos armados y delincuenciales, y reafirman el dominio de los que se oponen a cualquier iniciativa que tenga origen en las organizaciones sociales o en sectores políticos que no comulguen con el establecimiento. El asesinato de líderes sociales y de excombatientes de las Farc, así como la criminalización de la protesta ciudadana, son algunas de esas manifestaciones.

Se establecen así formas de control político y social y sistemas de sanción en los territorios: disciplinamiento, destierro, despojo de bienes, silenciamiento, vinculación forzada a estructuras criminales, restricciones a la movilización, toques de queda o pena de muerte, cuando alguna de ellas no es acatada. En el desacato de cualquiera de estas normas podría explicarse algunas de las masacres ocurridas recientemente, en tanto que el uso de la violencia se inscribe también como un símbolo de amedrentamiento que busca neutralizar cualquier asomo de inconformidad.

Es la quiebra de la legalidad y del Estado de derecho como forma de articulación y cohesión social; la misma que ha dado lugar a un proceso de hibridación entre las mafias y el poder económico y político que se vislumbra a nivel nacional y de las regiones; allí está el origen de quienes financian las campañas electorales, controlan los presupuestos públicos, las economías, lícitas o ilícitas; etc.; todo alrededor de lo cual se estructura el ejercicio del poder.

En ese marco le quedan dos años de gobierno al presidente Duque, dos años largos e inciertos que seguirán siendo un calvario para el país; con una violencia exacerbada, con su líder tratando de evadir la justicia, con las secuelas ya nefastas que deja el coronavirus, con unas relaciones internacionales en declive y pendiente de que, amanecerá y veremos, lo llamen para aclarar los asuntos relacionados con la financiación de su campaña.

Ya sabremos si tiene escondido algo de sabiduría y aprovechará el tiempo que le resta para hacer valer la dignidad de su cargo. Le vendría bien un impulso de autonomía para que decida si, en esta segunda etapa de gobierno, va a ser el presidente de todos los colombianos o únicamente el vocero de la agenda revanchista y beligerante de quienes representan tan solo una parte de esa sociedad que quieren mantener bajo un régimen oprobioso de violencia e ilegalidad.

Le bastaría con tomar conciencia de que, a dos años de estar sentado en la silla presidencial, va superando el récord como el peor presidente que Colombia ha tenido en toda su historia, de lo que solo Andrés Pastrana podría estarle agradecido.

Rindamos, entretanto, homenaje a todos los hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes, que han sido asesinados. Hagamos votos para que al país no lo enlute una nueva masacre y, es un llamado, no dejemos de lado nuestra capacidad de reaccionar e indignarnos —que a veces pareciera no existir—, mientras salimos del estado de orfandad y de intemperie en que nos encontramos y recuperamos también la desdibujada figura de presidente.

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