En 2018, a diferencia de lo que sucedió en 2006 y 2012, México y Andrés Manuel López Obrador se sintonizaron mejor. En el par de elecciones presidenciales anteriores a la última, como que los flagelos que azotan a México no habían tocado fondo. En 2018 sí, y analistas y políticos coincidieron en sus comentarios. Igual ocurrió con las eventuales respuestas de los mercados y las bolsas, que no se estremecieron de acuerdo con el pronóstico de los metemiedos que auguraron fuga de capitales y devaluación brusca del peso mexicano, mientras se preparaban las expropiaciones y la disolución del sistema democrático.
Donde más se percibió la sintonía entre el candidato ganador y el pueblo, fue en que el soberano complació al primero dotándolo de mayorías en el Senado, la Cámara de Diputados, las gobernaciones, las presidencias municipales y las regidurías. Todo en bandeja para que, en caso de fracasar su gobierno, no hubiese pretexto ni justificación valederos, como una mayoría parlamentaria adversa, o gobernadores que entorpecieran la política federal, o presidentes municipales erigidos en ruedas sueltas del engranaje estatal. Esta vez le suministraron todas las fuentes de poder para que su gestión marchara sobre ruedas y no se inventara guerras fantasmales.
El 1 de julio hubo dos sorpresas inusitadas. Los candidatos derrotados se apresuraron a reconocer el triunfo del candidato antes de los datos oficiales del resultado, y el triunfador reaccionó con un discurso moderado, tranquilizador, ajustado a los vientos democráticos propicios para la inversión, la productividad, la generación de empleo y el fortalecimiento del modelo económico. Con razón, politólogos y legos atribuyeron la calma a la solidez de las instituciones.
Con todo, hay quienes continúan desparramando incógnitas sobre el comportamiento futuro de López Obrador, a despecho de sus anuncios iniciales, no solo de palabras sino de hecho: gente de estratos altos que ha cruzado la frontera, sin miedo a Trump y a sus halcones, para establecerse en los Estados Unidos. Verá el señor López Obrador si les avala el juicio o los desmiente, según incline su izquierda hacia el rumbo de Maduro o hacia el de Lula (sin los sobornos), Pepe Mujica o Tabaré Vásquez). Aparentemente, va camino de preferir el estilo del brasileño y los uruguayos.
Algunos continúan desparramando incógnitas sobre el comportamiento de AMLO,
gente de estratos altos que ha cruzado la frontera,
sin miedo a Trump para establecerse en los Estados Unidos
Aparte de evitarse trastornos con una economía colectivista y una planeación centralizada, López Obrador ha insistido en dos compromisos que coparán, por sí solos, más el muro de Trump, todo el tiempo de su sexenio: la corrupción y la violencia, la política y la de los carteles. Una economía sin traumas ni sacudones, con hambre y sin medicamentos, no le facilitaría a López Obrador estabilidad ni recursos para combatir las dos maldiciones que abruman a su país. Acertar, sería la forma de superar, históricamente, las frustraciones que oprimen las espaldas de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto en materia de corrupción y violencia, y facturarles el fraude que les endilgó en sus dos derrotas ante ellos.
Pues bien legitimidad tiene de sobra López Obrador, la que anhelarían muchos gobernantes dependientes de alianzas y pactos de gobernabilidad pegados con saliva. Él solo, a diferencia del PRI y del PAN y el PRD, consolidó en poquísimos años su propio partido, Morena, por suerte con una democracia menos restringida que la que imperó desde 1910 hasta hoy. Así de enorme es el mérito que encarna su figura de líder victorioso. Unos grupúsculos asteroides se sumaron a Morena con el eslogan “Juntos haremos historia”. Ese eslogan será el dolor de cabeza o el laurel honroso del presidente electo. El dilema lo cerca: o hace historia o la historia lo arrolla como hizo él con candidatos y partidos el domingo pasado.
Tiene el nuevo mandatario el mismo primer apellido de Antonio López de Santa Anna, el dictador que enterró su pierna amputada como héroe en combate y se hizo llamar Alteza Serenísima. Bajo su mando, México perdió la mitad de su territorio guerreando con los Estados Unidos. Si la historia se verificó primero como drama, que no se repita después como