Cada año, por los días de La Carnavalada, llegan a Barranquilla las alegres ambulancias. Su canto de ancianas, que ante propios y extraños puede pasar como una muestra más de la vasta riqueza musical carnavalera del Caribe colombiano, lleva en su cadencia el misterio ancestral de los rituales fúnebres del Lumbalú. En Barranquilla, las cantadoras esparcen con su arte la semilla cultural de San Basilio de Palenque, su pueblo, mientras allá son las responsables de segar la tristeza de la muerte; Las alegres ambulancias acompañan a los dolientes para hacer menos penoso el tránsito incierto de la vida que se va, un bálsamo cantado para los que se quedan.
Más al norte, en la península de la Guajira, la comunidad indígena Wayúu, la más numerosa de Colombia y Venezuela, despide a sus muertos dos veces en la vida. La primera sucede en Jepirá, conocido para el resto del mundo como el Cabo de la Vela. Mientras miles de turistas deambulamos desprevenidos por sus playas con borde de desierto, ellos llevan allá el cuerpo de su ser querido, y regresan una década después a desenterrarlo, para la última despedida, cuando lo sepultarán de manera definitiva junto a sus ancestros.
Estas formas de vivir la muerte, la de los negros de San Basilio y la de los Wayúu de la Guajira, tan diferentes entre sí, nos muestran lo diversa que es la visión del aquí y del más allá en las culturas del Caribe colombiano.
En Valledupar, capital del Cesar y epicentro del vallenato, durante la Semana Santa pasada una romería de gente bebió el güisqui que le cupo y verseó lamentos de acordeón durante kilómetros de sol ardiente, para despedir en Jardines del Ecce Homo a un joven ídolo de la música vallenata, Martín Elías, fallecido el Viernes Santo. Lo enterraron al lado de la tumba de su padre, Diomedes Díaz, a quien en diciembre de 2013 le habían hecho la misma romería, incluso de marca mayor. En agosto de 2005 había sido el turno de Kaleth Morales, perteneciente a una dinastía de cantantes vallenatos y quien ya era al momento de su muerte una de las estrellas de lo que en vallenato se conoce como 'la nueva ola'.
Dos semanas después de que enterraran a Martín Elías, gentes de todas partes aprovecharon que estaban en Valledupar con ocasión del Festival de la Leyenda Vallenata para visitar la tumba de estos personajes. Se tomaron fotos arrodillados en el montículo de tierra, posaron con la placa y el retrato enmarcado de Martín Elías; compraron en el mismo cementerio su música en CD o en USB, ofrecida por piratas que también vendían escapularios que en vez de tener estampas de la virgen o del niño dios tenían la imagen del joven cantante. Ya su muerte no era propia de la familia y de sus cercanos, sino que pasó a ser arropada por la parafernalia de la cultura vallenata, cuyas fronteras en la actualidad sobrepasan Colombia y donde los músicos que son admirados se convierten en ídolos aún más allá de la muerte, incluso se les llega a otorgar estatus de santos, de ángeles, de obradores de milagros. Las loterías populares tienen por estos días bloqueados los números que corresponden con el natalicio o el fallecimiento de Martín Elías, no vaya a ser que quiebren por la cantidad descomunal de fanáticos apuntados al número de suerte que sacan del muerto estelar.
Esta suerte de despedida de la vida en Valledupar, no la corren todos los vivos. La muerte en el vallenato, como en el resto del mundo, está estratificada. Como seres humanos que son, los artistas no saben, salvo raras excepciones, de qué forma la muerte se los llevará, ni de qué forma los despedirán. Una excepción podría ser Diomedes Díaz, de quien su representante dijo que murió de tristeza pese a ser el artista con la más grande 'fanaticada' de la que se tiene registro en el género. El 'Cacique de la Junta' describió en una entrevista con el periodista Ernesto McCausland cómo sería su entierro, y así fue, tal como lo previó: "Enterrado, con los calores de ahora (...) el cajón en el medio, los pelaos vendiendo chicle, la viuda con pastillas pa' que no llore porque ya tiene plata". Contraria a su historia de herencia millonaria, varios son los juglares que se quedaron esperando hasta la muerte que alguien se acordara de sus penurias vitales, mientras sus composiciones siguen emborrachando a los fanáticos en parrandas inmortales.
El 18 de abril de este año, solo cuatro días después de la muerte de Martín Elías, cuando todavía en el Parque de la Leyenda Vallenata se recogían los cadáveres de rosas, las cajetillas de chicle y los vasitos plásticos de servir el güisqui, en Las2Orillas.com salió publicada una columna con el título 'Martín Elías: un gran parrandero y nada más', donde Isidro Santos Gutiérrez afirma que "lo sorprendente son las descargas masivas de elogios que convierten a un músico menor en una 'leyenda, un ídolo, un inmortal'". Santos Guiérrez enumera los logros artísticos y los funerales de grandes exponentes de la música universal, en una suerte de efemérides en la que por supuesto no cabe el vallenato, ya que en un escalafón de arte musical universal este apenas sería la expresión popular de una región en un perdido país del tercer mundo. Santos Gutiérrez hace su crítica basado en unas estadísticas suyas según las cuales el 98% de los habitantes de este país desconoce o menosprecia el valor de un joven colombiano, Andrés Orozco Estrada, "que viene de dirigir la Orquesta Filarmónica de Berlín", mientras que, según él, ese mismo porcentaje de la población colombiana "lamenta profundamente la desaparición de 'la leyenda, el ídolo, el inmortal Músico Martín Elías'”.
¿Cuál es la talla para ser un héroe, un santo, un inmortal, en este mundo historial?
El escritor alemán Hermann Hesse, premio Nobel de literatura en 1946, toca el tema de esta pregunta en su libro 'El lobo estepario': "El camino que a él (el Hombre) conduce, sólo se va recorriendo a pequeños trocitos y bajo terribles tormentos y éxtasis, precisamente por aquellas raras individualidades a las que hoy se prepara el patíbulo y mañana el monumento. (....) Cuando adora a sus favoritos entre los inmortales, por ejemplo a Mozart, no lo mira en último término nunca sino con ojos de burgués, y tiende a explicarse doctoralmente la perfección de Mozart sólo por sus altas dotes de músico, en lugar de por la grandeza de su abnegación, paciencia en el sufrimiento e independencia frente a los ideales de la burguesía, por su resignación para con aquel extremo aislamiento, parecido al del huerto de Getsemaní, que en torno del que sufre y del que está en trance de reencarnación enrarece toda la atmósfera burguesa hasta convertirla en helado éter cósmico".
La vida y la muerte no saben de la justicia de los hombres, ni de su arte, ni de su cultura, ni de sus famas. A la muerte le da igual que sepa cantar o no, que sea una estrella, un consagrado o un juglar de vaquería. La muerte no es el diablo que le respetó el alma a Francisco El Hombre cuando este lo venció en franca lid musical. No: la muerte lleva con el oro y con el barro. Y el alma, si la hay, se desprende sin miramientos, no importa si a Martín Elías o a Juan de los palotes le rindieron en vida o en muerte honores de rey, si le hicieron elegías, si lo enterraron dos veces o si le cantaron Las alegres ambulancias.
A Diomedes Díaz en Valledupar todavía le celebran los 26 de mayo; a Michael Jackson para despedirlo en su entierro había que pagar tique de entrada; mientras tanto, el 6 de diciembre de 1791 se realizó en Viena un entierro de tercera para Wolfgang Amadeus Mozart. Solamente después de muerto, los hombres hicieron a Mozart inmortal. Y por paradójico que suene, Su Réquiem en re menor sería interpretado 36 años después allí mismo en Viena, en los funerales multitudinarios de otro habitante del Olimpo de los músicos: Beethoven.
Qué fuiste tú para mí/ Hoy solo eres sombra perdida/ vagando en recuerdos de ayer/ Hoy solo eres sombra de mi vida/ Y las sombras pasan y se olvidan
Estos versos los puso El Binomio de Oro en el libro perenne de las grandes composiciones del vallenato.
A Rafael Orozco, el cantante, le hicieron en Barranquilla unos funerales que se cuentan como los más multitudinarios de los que se tenga recuerdo en la región Caribe colombiana, solo comparables con los de Diomedes Díaz y su hijo, en Valledupar; y los del Joe Arroyo, un grande de la música tropical, y de Fabio Poveda, periodista deportivo, en Barranquilla. En cambio, Rita Fernández Padilla, la compositora de esos versos de 'Sombra perdida', no tiene cómo competir por un sitial en los torneos de la fama artística, donde se coronaron figuras de la talla de Rafael Escalona, cuya 'Elegía a Jaime Molina' refleja el amargo anhelo de hacer un trueque imposible entre la vida y la muerte. A compositores y artistas como Rita Fernández Padilla, además del eco de sus letras y de las melodías de su piano, solo les pertenecen una vida y sus recuerdos, como la del resto de los mortales, como la que al Aquiles homérico le hubiera gustado vivir: cambiando su gloria eterna por el instante de un día apacible.