Apenas se supo de la muerte, en accidente de Viernes Santo, del joven músico vallenato Martín Elías Díaz, las redes sociales reventaron. La mayoría de los comentarios de pesar. Dos jóvenes autores vallenatos, Kaleth Morales y Patricia Teherán, habían muerto, también en accidentes de tránsito, años atrás. La muerte de los jóvenes siempre sorprende y causa más dolor que la partida de los mayores.
Otros trinos, en línea con el cobro de los pecados de sangre, se mostraron asqueados por las condolencias. Me llamó la atención uno, proveniente de una persona educada y, aparentemente, liberal y respetuosa, en Twitter, con muchos corazones de “me gusta” y numerosas reproducciones de complacencia:
“Qué falta de todo, llorando la muerte del hijo de un asesino. Colombia está en el séptimo círculo del infierno de los valores morales”.
Casi sobra decirlo: sí, Diomedes Díaz, el padre de Martín Elías, estuvo involucrado, hace veinte años, en el asesinato de la joven Doris Adriana Niño, una muerte que causó una pena inmensa a sus familiares y que debió haber costado una pena ejemplar a los autores. Él, Diomedes, fue culpable. Lamentable la amnesia colectiva, la serie admirativa de televisión. ¿Qué tiene que ver su hijo?
Mis condolencias a los familiares de Martín Elías. Se va un joven talento con brillo propio.
El mismo Viernes Santo dio otras perlas alrededor de la muerte de un chiquitín, hijo de una exguerrillera de las Farc. El bebé, nacido el 12 de abril, tenía una cardiopatía congénita y, supuestamente, no recibió la atención médica debida.
No faltó el comentario salvaje en las redes sociales:
“Tanto aborto que le hicieron las Farc a las mujeres de sus filas y quieren armar escándalo
porque se murió un bebé prematuro de una guerrillera”.
No faltó el comentario salvaje en las redes sociales, uno de tantos: “Tanto aborto que le hicieron las Farc a las mujeres de sus filas y quieren armar escándalo porque se murió un bebé prematuro de una guerrillera”. Ajá, dados los pecados de las Farc, la vida de los niños nacidos después de terminada la confrontación, no vale, no merece la protección de la sociedad. Deuda literal de sangre.
Es conocido el aumento de los embarazos en mujeres que fueron combatientes, augurio de tiempos mejores. Bienvenidos los niños del posconflicto. Sentido pésame a la madre del bebé fallecido.
Eso somos: especialistas en no saldar cuentas, en pasar las facturas de cobro de la culpa corriendo la cerca del tiempo, como cuando, en derecho comercial, no se liquida un contrato en el momento debido y aparecen, sin avisar, las cuentas por pagar, mucho después, sin que haya el presupuesto para cancelarlas.
El papá de fulano es liberal, o conservador, o sindicalista, o fue militar o guerrillero o paramilitar, estuvo preso, o fue narco, qué más da. Las etiquetas sustituyen los argumentos y eliminan la posibilidad del respeto, base de la convivencia, condenando a las nuevas generaciones a la expiación de las culpas, reales o supuestas, de sus progenitores y parientes.
Vida real y virtual de ghetos, en los que es posible sobrevivir entre iguales que piensen y sientan igual, con su propio eje de coordenadas morales, indiferentes ante el dolor de otros, cuyos descendientes, por el sello de la estigmatización, merecen el castigo o el desprecio.
Qué estúpidez.