En gracia de discusión, digamos que lo hicieron sin proponérselo. Pero si no midieron las consecuencias, lo cierto es que su decisión le puso la lápida en la espalda a quienes le apostaron a la paz, a un país distinto, a la búsqueda de un clima de entendimiento pese a las diferencias ideológicas que como es previsible, nos asisten a los colombianos. Y la decisión de volver al monte, no solo reavivó el discurso guerrerista de los adeptos al senador Uribe, sino que volvió la mirada de las fuerzas oscuras hacia quienes se visibilizaron durante el proceso de paz.
Al margen de sus argumentos políticos, la opción por la que se inclinaron Iván Márquez, Jesús Santrich, El Paisa y Romaña, entre otros, reaviva un clima de incertidumbre para la vida de los líderes sociales a quienes, hoy más que nunca, los enemigos de la Acuerdo, los mismos que disparan y de quienes jamás se sabe quiénes son porque las investigaciones se pierden en el limbo indeterminado de los casos no resueltos, pero que dejan muerte a su paso, están echándoles el ojo.
Lo más probable es que aumente el número de asesinatos de defensores de derechos humanos, sindicalistas, líderes comunales y —por supuesto —quienes se desmovilizaron. Al fin y al cabo, pensar distinto en Colombia, es un delito. Se le asocia con ser auxiliador de la insurgencia o “guerrillero de civil”, como suele repetir en el Congreso cierto expresidente que todavía no se ha dado cuenta que su período en el Palacio de Nariño terminó.
Son once mil hombres y mujeres que se expusieron, que dieron la cara, que dejaron atrás la clandestinidad porque creyeron que cincuenta años de guerra habían terminado.
Lo dejan claro, por ejemplo, las excombatientes que soñaban con un hogar, con tener hijos, con volver a ver a su familia, como lo expresaron en un documental que registra casi dos millones de reproducciones. Muchos han optado por esconderse. Temen que el manto de la muerte los cubra. Y les inquieta porque habían tejido sueños hilados con esperanza. Su desesperanza es que despierten a la realidad para descubrir que todo se fue al traste por cuenta de quienes ayudaron a construir las reglas del juego, pero luego no quisieron someterse a ellas.
“He pensado en irme a otra ciudad. En Cali ya tenía trabajo, en una tipografía, pero tal como están las cosas, prefiero llevarme a mi compañera y a mi hijo a otro lugar. Si me matan, ellos quedan solos.”, me dijo Mario Alberto, con quien hablé al término de la reciente marcha de apoyo a los huelguistas de hambre que permanecen en la Plaza de Cayzedo.
Las noticias sobre el surgimiento de esta organización, sea cual fuere la plataforma ideológica que esgriman, ocupan los titulares de periódicos, revistas y teleinformativos. Todos se enfocan en analizar —dicho sea de paso, con ayuda de los “pazólogos” que abundan por todas partes— cuál será el destino cercano y futuro de Colombia.
Pocos hacen énfasis en lo que ocurrirá con el personal otrora de tropa, es decir, los que cargaban los morrales y un fusil por trochas y montañas y estaban bajo las órdenes de la comandancia fariana de entonces.
Ellos no tienen esquema de seguridad. Por el contrario, en su mayoría, viven del rebusque. Y si el panorama se torna ensombrecido, como todo apunta a que así será, son quienes más corren peligro de llenar con sus cruces los cementerios de nuestro país, aunque le apostaron con corazón al acuerdo de paz. Ironías de la vida…