A las dos diseñadoras francesas que contrató para relanzar su marca está pensando es decirles adiós porque quiere modificar las mariposas repujadas de sus carteras. Y no fue que las copió de Gabo y de las mariposas de Mauricio Babilonia, son de su inspiración. Le recuerda los bosques frondosos en los que se crió en Capitanejo, el pueblo del que tuvo que salir por culpa de las balas conservadores hace setenta años.
Ese fue el lugar donde Mario Hernández hizo su primer negocio. Tenía siete años y pasaba vacaciones en la Finca del Carmen de su tía Francisca. Con uno de sus primos se quedaban alelados viendo como los tomates caían de los árboles. El sol y la lluvia los iba pudriendo. Un día decidieron tomar una carretilla, la llenaron de tomates y la arrastraron hasta el parque de Capitanejo. Así se embolsilló sus primeros diez pesos.
A Mario Hernández le enfurece el desperdicio al que se tiende cuando se vive en la opulencia. Cada vez que van a un restaurante a sus hijos les obliga a no dejar nada en el plato, cuando viaja a China una vez al año a traer las telas y las sedas con las que ha hecho las carteras más apetecidas de Colombia muy pocas veces lo hace en primera clase. El no saber una sola palabra de inglés no lo limita en sus negocios internacionales: con el dedo se hace entender. A sus 76 años llega todas la mañanas de primero a la empresa que fundó y jamás se olvida de quien es: un campesino de Capitanejo.
Salió del pueblo con su familia en 1949. El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán había exacerbado aún más el odio bipartidista. Su papá era el alcalde del pueblo y, además, era liberal. Su mamá fue la que organizó la fuga. Era una noche cerrada y los chulavitas –la policía conservadora- merodeaba la plaza central del pueblo. Los Hernández vivían frente a ella. Llenaron un camioncito con colchones y ahí arrancaron para Bogotá. Llegaron a la calle 4 con Carrera 9. Todo era diferente a Capitanejo, empezando por el frío, por lo grande de la ciudad. El papá no le dio tiempo a la nostalgia. Con la plata que alcanzó a sacar del pueblo se compró dos camiones y de eso vivieron hasta que se compró una ladrillera en el barrio 20 de julio y una cigarrería en la ciudad universitaria. Parecía que la vida continuaba lejos de Capitanejo hasta que el viejo se murió. Entonces todo empezó a ir cuesta-abajo.
Tenía sólo 10 años y le tocaba salir a vender los tamales que hacía su mamá al centro de Bogotá. No se conformaba con eso. Con sus cuatro hermanos tenían la misión de recoger latas que veían en la calle. Las apachurraban con los pies y empezaban a hacer con ellas carritos y ringletes. Los vendían así nadie los comprara. Su única diversión era el billar. Sagaz, apostaba cada partida. Era imbatible. Hasta jugando hacía plata. Después de que su mamá se murió se salió del colegio y se dedicó a los negocios. Fue mensajero, vendedor de lociones y viajaba por los pueblos de Colombia con su maletincito. Promocionaba café conciertos y vendía corbatas en boutiques. Ahorraba, ahorraba todo lo que podía.
El cuero se apareció en su vida en 1972, cuando tenía 30 años. Por esa época tenía en Bogotá un almacén en la calle 19 Número 4-90 en la Soledad . Uno de sus vecinos se dedicaba a la marroquinería. El tipo se aburrió del frío de la capital y decidió regresarse a Cúcuta, de donde era. “Le compro el negocio pero no tengo un peso” con la suerte que aún no lo desampara el vecino aceptó. Llamó a uno de sus hermanos para que lo acompañara en la aventura. Les fue tan bien que seis meses después ya le había mandado a Cúcuta a su vecino lo que le debía del negocio. En su primer viaje a los Estados Unidos vio el nombre de un almacén que, con leves modificaciones, lo tomaría para el suyo: Cuerolandia. Dos años después ya tenían ocho locales desperdigados en la capital. Sin embargo la consolidación absoluta vendrá en 1978.
Ese año no sólo conoció a Olga Lucía Olarte, la mujer con quien se casaría en 1987 sino que compró una empresa que estaba en proceso de quiebra: Marroquinería Ltda. Cuatro años después los locales empezaban a aparecer ya en Cali y Medellín. Consolidado en Colombia Mario Hernández abrió un local en Nueva York. Se fue, con su familia, a vivir allí. Fue un fracaso total. La aventura solo duró cuatro años. No aprendió ni siquiera a hablar inglés. Eso sí, se trajo una enseñanza invaluable: el negocio no podía llamarse Marroquinería Ltda, el producto tenía que llevar su nombre. Por eso, desde 1996 los bolsos de cuero más representativos del país pasaron a llamarse Mario Hernández.
Setenta años después de salir huyendo por culpa de la violencia en Capitanejo Santander la empresa de Mario Hernández fabrica al año 150 mil bolsos, 10 mil chaquetas y 50 mil zapatos que se venden muy bien en las sesenta tiendas que llevan su nombre en Colombia, Venezuela, Costa Rica, Panamá, Francia, Inglaterra, Aruba, China y Moscú. Tiene 77 años y ya es abuelo: su hijo mayor, Mario, le dio dos nietos. Se ven siempre los domingos y disfrutan. Mario Hernández, con los años, se ha vuelto un apasionado del golf y de la cocina. Los jueves, si está en Colombia, les cocina a sus amigos más cercanos en su apartamento en Bogotá. Aunque hace correrías por sus tiendas en Nueva York, París, Londres y Hong Kong, no ha aprendido a hablar inglés. Para comunicarse solo señala el producto que quiere y así va tejiendo sus negocios.
Mario Hernández siente que apenas está empezando a vivir. La cadena Fox está interesada en hacer una serie sobre su vida. El escritor Sergio Álvarez prepara su biografía. Cada año regresa a Capitanejo, su tierra y ayuda con lo que puede al pueblo. Se queda en el hotel de sus hermanas que queda en la esquina de la plaza central. Mario es tan santandereano que cree que el Santísimo es más imponente y mejor que la Torre Eiffel. Al menos hay baños y cafeterías. En París no hay nada de eso, dice con una sonrisa de orgullo que le parte la cara en dos.