Mario Fernando Patiño del Valle, un pastuso que rompe barreras

Mario Fernando Patiño del Valle, un pastuso que rompe barreras

La frase de Erik del Búfalo funciona bien para este personaje: “No se fue de su país buscando riquezas. Buscaba una calle donde pudiesen caminar sus hijos”

Por: carlos eduardo lagos campos
septiembre 18, 2020
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Mario Fernando Patiño del Valle, un pastuso que rompe barreras

Mario Fernando Patino del Valle es un pastuso con ascendencia tolimense y aroma de pacífico; hijo de Javier Patiño, un curtido sargento del ejército oriundo de Ibagué, Tolima, y de Luz del Valle, oriunda de Tumaco, Nariño. Él realizó sus estudios de primaria en la Normal Nacional de Pasto, de donde obtuvo su amor por la enseñanza; además, desde muy chico adquirió el gusto por la música y el amor a los instrumentos, volviéndose inicialmente un músico empírico, pero con el paso del tiempo se perfeccionó gracias al concurso de algunos de sus mecenas como el maestro Rito Burbano (excelente trompetista), quien le enseñó a leer las primeras partituras y a sacarle sonido a la trompeta.

Mario formó su primer grupo musical a los 12 años con su padre como guitarrista lírico y sus dos hermanos, el uno en la percusión y el otro en las maracas; grupo que se conoció como los Hermanos Patiño y que tocaba principalmente en los actos culturales de la Normal Nacional. Se graduó como bachiller en el Colegio Militar Colombia en el año 1988 y motivado por servir a la patria ingresó a la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdova en Bogotá; pero encontró que su futuro no estaba en la espada sino en las artes, por lo cual decidió retirarse e incursionar en el mundo mágico de las artes: la música y la pintura. Conformó grupos como Aire Libre en Bogotá, junto a su director Juan Carlos Paredes, hoy director del grupo Antarky de Pasto, con quienes grabó su primer sencillo.

En 1989 regresó a su natal Pasto con muchas expectativas. Se contactó con Carlos Rivadeneira, Juan Carlos Cadena y Eduardo Chávez con quienes fundó el grupo Damawha; al tiempo que inició sus estudios de Administración Financiera en el Cesmag. En busca de mejores oportunidades para sostener a sus dos hijos, frutos de su amor juvenil (que no solo dejan una impronta en su vida sino también una gran responsabilidad), salió de regreso a la gran capital con gran dolor en su corazón (los debió dejar junto a sus padres). Los primeros meses vivió con una tía por parte de su madre, quien le dio alojamiento en su casa por unos meses mientras lograba encontrar un trabajo que cada vez se hacía más esquivo; lo que lo llevó a tocar las puertas del propio Senado de la República a rogarles a sus paisanos.

De hecho, en ese entonces se encontró con una de las experiencias más amargas de su juventud: un político que hasta ahora recuerdan por su frialdad y displicencia, enfurecido por su presencia, le dijo estas estas palabras: "Esta no es una agencia de empleo, sálgase de mi oficina o llamo a seguridad". Lo sacó de su oficina sin tener en cuenta que días atrás y de manera gratuita Mario y su grupo habían estado tocando música andina al bendito senador, quien con el tiempo sería tristemente recordado por haber sido juzgado y condenado por aberrantes actos de corrupción cuando fue director de la extinta Dirección Nacional de Estupefacientes, DNE. Aun así, no se desanimó y siguió junto con el grupo de amigos que conformaban el grupo Aire Libre, quienes de vez en cuando lograban levantarse algún contrato musical y con quienes se siente agradecido, tanto por su solidaridad como por ese compartir de conocimientos musicales.

Desconcertado y con la moral en el suelo, regresó a casa de su tía. Ella lo recibió sonriente y le preguntó: “Cómo le fue, mijo". "Mal tía, ese político me sacó corriendo de su despacho, por un poco me pega”, le respondió. Y ella con gran nostalgia le comentó: “Tenga paciencia, mijito, al rato algo bueno tiene que pasarle a las personas como usted, que insisten e insisten y no se rinden; algo bueno tiene que sucederles”. Con esas palabras de aliento y esa palmadita de esperanza, que fueron como un almíbar para el alma, se sentó a descansar y miró un pequeño libro que decía "aprenda inglés hablando español". Lo tomó, empezó a ojearlo y le pareció importante, aunque jamás le llamó mucho la atención el inglés en el colegio. Entonces le preguntó a su tía de quién era ese libro, ante lo que ella contestó: “De su prima Liliana, si lo quiere estudiar agárrelo". Entonces se lo llevó al cuarto, muy detenidamente empezó a leerlo y le pareció divertido porque además enseñaba cómo enfrentarse ante una entrevista de trabajo, cómo hablar en los aeropuertos, en los restaurantes, en la calle... En fin, sintió gusto por aquel manual de supervivencia para un país extranjero y a partir de ese momento se le vino a la mente viajar a Estados Unidos y tratar de lograr lo que en ese tiempo era muy difícil alcanzar: “el sueño americano”.

Con esa idea se obsesionó. Pasaron los días y se dirigió a la Embajada de Estados Unidos para pedir información. En ese entonces tocaba consignar en el banco de Colombia $250.000 pesos y ellos le daban la cita para la entrevista y la lista de la documentación que había que llevar; a sus 28 años tuvo que pedirle a su padre que le prestara esa cantidad de dinero. Consignó la plata y le dieron la cita como para 3 meses después y se fue con esa ilusión a casa. En el transcurso de esos meses logró trabajar en la emisora del Minuto de Dios, prácticamente ad honorem (o sea casi gratis), cosa que tomó como experiencia para su hoja de vida. Llegado el momento de la cita en la embajada había una fila grande, él se encontraba con sus documentos bajo el brazo y con una energía muy positiva. A medida que iba corriendo la cola se fue acercando lentamente a una ventana de vidrio blindada con un agujero en la parte inferior por donde se pasan los documentos. Lo atendió un hombre robusto alto, de cabello rubio y con ojos azules fulminantes, la típica imagen de un “gringo”. Lo llamó por su nombre y sin pedirle ningún documento adicional, solo su pasaporte, le dijo "espera un momento, esto se demora unos minutos". El hombre regresó y le devolvió su pasaporte mientras le decía "Welcome to USA". Solo recuerda que le dijo gracias y salió fuera de las instalaciones de la embajada americana a verificar si era cierto, porqué aún no lo podía creer.

Al mirar el pasaporte efectivamente encontró impresa la visa de entrada al sueño americano. Entonces agarró un autobús rumbo a la casa de su tía y al llegar alegre le contó. Ella, con un gesto mezcla de alegría y una mirada de tristeza, lo abrazó. Minutos después, él llamó a su madre, doña Luz del Valle, quien en ese entonces aún vivía. Al conocer la noticia se puso muy triste y le dijo: “Hijo, si me preocupa el saber que estás en Bogotá, peor si te vas más lejos”. Mario le respondió: “Mamita, no te preocupes, solo voy a probar suerte, nada malo me va a pasar. Usted siempre me ha dicho que si Dios está conmigo nada malo me pasará. Además, si no me gusta, me regreso”. Sus palabras no la convencieron, pero como madre amorosa aceptó la decisión de su hijo, quien estaba aprendiendo a elevar su propio vuelo. Por otra parte, cuando su padre supo, lo llamó y le pregunto: “¿Y a cuál estado piensa viajar, hijo?”. "Tengo que hablar con mi tío, el hermano de mi mamá que vive en Houston para ver si él me recibe", le contestó". “Ah, bueno, hijo, haga todas las cosas bien”, acotó el padre. Tras esto, Mario aprovechó para decirle: "¿Papá, me podrías regalar para el pasaje y para comer algunos días". Y así fue.

Llegado el 18 de junio de 1992, con el boleto Bogotá-Houston y Houston-Bogotá, tuvo una despedida dolorosa, incluso más que la de la primera vez que vino a Bogotá. Ese día su alma se partió en dos, pues dejaba lo que más amaba: sus dos hijos (“se me prendía de mis pantalones la más pequeñita y el más grandecito me agarraba fuertemente de la cintura, arrimando su cabecita a su estómago") sus padres (“Hijo, si no le gusta, se regresa, al fin y al cabo tiene su pasaje de regreso. Y no se preocupe por los niños, nosotros cuidaremos de ellos mejor que nadie”) y sus hermanos. Ante todo lo que le decían, él replicaba diciendo "muchas gracias" y con su voz entrecortada les decía "tranquilos, hijitos, y tranquilos, papás, que si me va bien regreso a traérmelos a todos o por lo menos trabajo unos años y me regreso con un dinerito y me monto un negocio para ayudarlos". Finalmente, llegó ese momento que marca la partida de todo migrante y, en medio de lágrimas y los gritos de sus pequeños, comenzó su periplo, llevando en su bagaje un mundo de sueños e ideales y a su familia en sus recuerdos.

Después de ocho largas horas de vuelo arribó a esa inmensa ciudad espacial con la esperanza de encontrar a su tío; aquel tío que nunca apareció, que jamás contestó el teléfono y que jamás vivió en la dirección que le dio. Sordo ciego y mudo en una ciudad extraña, sin conocidos y sin rumbo. Con tan solo 300 dólares en el bolsillo empezó a divagar por las calles texanas al compás de su maleta que se convirtió en su única compañera. Fueron días muy difíciles, salir del frío a una ciudad con una temperatura mayor que la de nuestra costa pacífica. Además, el dinero le alcanzó para dormir unos días en un hotel de mala muerte y al terminarse la plata tuvo que dormir a las afueras de una iglesia bautista. Los zancudos lo hicieron pedazos, los pocos dólares que le quedaban los utilizó para desayunar, almorzar y cenar con un café con pan de Mc Donalds. Durante 3 meses anduvo buscando ayuda en diferentes lugares, pero al no tener visa de trabajo y debido a su escaso inglés la gente se abstenía de tener contacto con él. Continuó durmiendo a las afueras de esa iglesia con la incertidumbre de que no lo fuera a ver algún policía y le pidiera documentos. En fin, muchos miedos lo tenían tenso.

Esperaba a las afueras de un centro comercial o una iglesia mientras oscurecía y su desesperación cada día se iba acrecentando más. Sin bañarse todo el cuerpo, lo único que podía hacer era afeitarse en una gasolinera que a la vez era tienda. Allí se hizo amigo de un árabe que medio tarareaba el español y a quien le agradece porque algunos días le dio de comer lo que sobraba en el día, ya que después de las 7 votaba los hot dog a la basura. Sin embargo, a pesar de todo esto no perdió la fe. Todos los días se levantaba, oraba a su Dios y apenas aclaraba le daba la vuelta al barrio la Isabella y Main St., ubicado en pleno centro de Houston, con dirección al baño de su nuevo amigo. En ese estado se había comunicado ya dos veces con sus padres por medio de unas tarjetas telefónicas que vendían a 2 y 5 dólares, las cuales se utilizaban en cualquier teléfono público. En esas dos ocasiones, para no preocuparlos, les dijo que había llegado bien y que estaba todo en orden mientras trataba de buscar un buen trabajo, pero luego, con lágrimas en sus ojos, volvía a la realidad de ser un indigente en tierra extraña.

Cierto día al dar vuelta a la manzana una señora de mediana estatura de tez blanca, rellenita, de rostro redondo, cabello oscuro y una alegre sonrisa barría el andén de su casa. Al pasar cerca de ella, le dijo en buen español: "Señor, disculpe una pregunta". "Sí, dígame, señora", le respondió el. “Usted qué vende, siempre lo veo pasar con esa maleta a estas horas”. Sin pensarlo dos veces le contestó: “Nada, señora, es mi maleta de ropa que jalo todos los días porque llegué de Colombia hace dos meses y no tengo dónde dormir y tampoco conozco a nadie, además no sé cómo conseguir trabajo”. Entonces le contó toda la travesía y al terminar su relato ella le preguntó: “¿Quiere comer y tomar algo?”. “Si me regala, señora, le agradecería mucho”, dijo Mario. “No se preocupe", le respondió. "Disculpe no más que no lo puedo hacer pasar dentro de mi casa porque mi esposo no está, espéreme aquí afuera”. “No se preocupe", le contestó él. En un momento regresó con unos cuatro tacos con carne y un vaso de jugo, los cuales sin mostrar desesperación se los comió delicadamente. Mientras tanto ella le averiguaba qué sabía hacer y él le dijo que sabía hacer de todo un poco. "Le pregunto porque mi esposo trabaja en construcción y de pronto allá en su trabajo estén necesitando gente. Yo le comento sobre usted para que lo ayude", le comentó ella. Él le agradeció muchísimo, como a nadie.

Al final de la conversación, ella le preguntó: ¿Y entonces dónde duerme ahora?". Él le comentó que en la entrada de la iglesia bautista, que quedaba a la vuelta, frente a lo que ella respondió: “Uy, qué pena, pero no se desespere. Dios le pone pruebas a uno. Nosotros también sufrimos mucho cuando emigramos acá, fue duro atravesar el desierto y llegar a estas tierras”. “Sí, señora. Yo lo único que tengo es fe, paciencia y esperanza”. “Así es, no queda otra. Bueno, lo dejo, que le vaya bien y si sé algo, como siempre está pasando por aquí, yo le aviso”. “Bueno, señora, mil gracias y que Dios la bendiga”. Se retiró a seguir quemando cada segundo del día. Lo bueno es que por lo menos sentía la presencia de su Dios a su alrededor. Ya era el segundo ángel que él le enviaba y en estos momentos la fe era lo último que podía perder. Pasó esa semana como perro sin dueño, comiendo los alimentos que botaban los supermercados, ya que su amigo árabe no llegó a trabajar durante ese periodo y el nuevo empleado era un afroamericano que no le tragaba mucho a los latinos. Fue una semana sin baño y sin comida.

Empezaba el mes de agosto de 1992 y el calor era infernal. Al aclarar de ese día sintió la voz de su madre que le decía "regrésese, mijo, ya no sufra más", pero solo pensó que fue su imaginación y no quería regresar derrotado a Colombia. Su voluntad era más fuerte. Se levantó implorándole a Dios que se manifestara y ese día se le prendió el foco. Miró una mujer asiática, de unos 50 años y delgada, que llevaba una gran bolsa llena de latas de gaseosa, cerveza, etc. Se le ocurrió observarla y seguirla desde lejos. Miraba cómo ella escarbaba cada contenedor de basura que había en las calles, tiendas y gasolineras, y encontraba las latas para reciclar. Cuando llenaba 2 bolsas las iba a vender a un supermercado fiesta, donde estaba toda una empresa recicladora. Poco a poco se fijó en cómo se hacía el trueque y empezó a hacer lo mismo todos los días. En su primera jornada llenó una bolsa grande con muchas latas de gaseosa, cerveza y demás, por lo que recibió U$43 dólares, siendo ese su primer sueldo como inmigrante ilegal en Estados Unidos. Ese fue el trabajo que le dio para comer y poder enviar algo a sus hijos.

Siguió viviendo del reciclaje durante unas 3 semanas hasta que la señora mexicana lo contactó junto con su esposo, el cual le dio la oportunidad de trabajar en una construcción donde él era el capataz; fueron unos días duros para adaptarse al clima y a un trabajo pesado, pero poco a poco lo logró y lo más hermoso fue su primera quincena, de unos $1.500 dólares, que en esos años era mucho dinero. Lloró, se arrodilló y le agradeció a su Dios “tanto amor”. Inmediatamente envío lo que más pudo a su madre para que sus hijos tuvieran lo necesario y sus padres también. Pasó el tiempo y Alfonso Martínez, el capataz de la obra, le dijo que se fuera a vivir con ellos. En el garaje le acondicionó una cama y un ventilador mientras se ubicaba y conseguía algún lugar. Después de tantos meses pudo dormir como humanamente se anhela. Y en el transcurso de la convivencia conoció a los dos hijos de su benefactor, Hugo (de 12 años) y Shirley (de 10), quienes congeniaron rápidamente con él. En medio de las conversaciones se dio cuenta de que los niños necesitaban una persona que les ayudara a hacer tareas y sobre todo a nivelar en algunas materias (como matemáticas, ciencias y geografía). Lógicamente les colaboró, ganándose la confianza y el cariño de los chicos. Cuando les dijo que era músico, no demoró Alfonso en comprar una guitarra y un bajo, y arrancó con las clases para sus hijos, logrando en poco tiempo sacar y tararear algunas canciones. El tiempo los llevó a la iglesia católica del barrio donde vivían y empezaron a tocar en la misa de los domingos.

Con el paso de los días se retiró de la construcción y empezó a trabajar en un restaurante de busboy, ayudante del mesero; lo hizo porque en realidad la construcción es muy dura y sus sueños eran otros,  y laborando de busboy tenía tiempo para ir a la escuela a estudiar inglés y poder alcanzar sus metas. Poco a poco se fue dando a conocer por su trabajo y carisma hasta que un día logró ascender a mesero y pudo vivir mejor. Incluso rentó un estudio donde podía vivir con mayor independencia. En ese trabajo logró conocer a un productor de radio, Álvaro Ledezma, un colombiano que trabajaba en una emisora en Houston. Un día que lo atendió a él y su esposa le dijo que era muy amable y que de dónde era, y luego le preguntó que si había sido locutor en su país y que si no quería trabajar para él en su emisora: la voz de Mario es fuerte. Sin pensarlo dos veces le dijo que con mucho gusto. Efectivamente, al poco tiempo estaba trabajando en Radio Única, con su programa Rumberísima 98.1, que fue un éxito durante 10 años; en los cuales tuvo el gusto de presentar a varios artistas del mundo, incluyendo a unos paisanos, los Realeros de San Juan, durante la celebración de la independencia de Colombia en 1999.

En el año 2010 la emisora fue vendida a la comunidad china, por lo que volvió a golpear puertas en otras emisoras. Ingresó a Radio El Sol, donde trabajó un año, y renunció; pero esta vez no se dio nada, quedando nuevamente desubicando. Entonces encontró trabajo en otros oficios donde tenía muy poca experiencia, como la electricidad. Así mismo, laboró en Dennis Tools Petroleum Company durante tres años, pero no se sentía cómodo en este trabajo (además, la llegada de sus hijos a Estados Unidos hizo más complicada la situación por los horarios) por lo que tomó la decisión de mudarse al estado de California. Allí logró estudiar para chef en el Hispanic Gastronomy Institute, obteniendo la posibilidad de trabajar en el hotel Hyatt durante ocho años. Sin embargo, debido a un accidente en auto se lastimó la columna y lo deshabilitan de por vida; pero obtuvo a través del seguro social una pensión de por vida.

Fue entonces cuando volvió a refugiarse en la música y formó el grupo Illary de música andina con unos amigos ecuatorianos, con quienes viajó por mucho tiempo por casi todo Estados Unidos y a otros países como Alemania y China. Finalmente, el grupo se desintegró, pero él no se quedó quieto. Luego conformó la orquesta La 24 de Colombia, interpretando toda clase de géneros musicales que estuvieron vigentes desde el año 2015 hasta antes de la pandemia del COVID-19; pero sería en la conjugación con la gastronomía donde cumpliría todos sus sueños, al montar su propia empresa móvil con la “parcerita”, cuya filosofía era vender comida típica colombiana y hacer que nuestros paisanos tuvieran un poquito de nuestra gastronomía lejos de su patria, siendo a la vez profesor de gastronomía del centro de gastronomía latino en San Francisco.

La biografía de Mario Patiño del Valle representa la radiografía de muchos migrantes colombianos que como él no le tienen miedo al fracaso y que tras atravesar toda suerte de barreras nada los detiene hasta lograr sus anhelos y en ese propósito superarse como personas sin olvidar sus raíces y a los suyos.

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