La travesía fue en el silencio de las noches chocoanas: un boga con su canaleta empujaba una sencilla canoa guiaba la lancha en la que viajaban Marino Córdoba y su hermano Emilson, el mono, navegando suavecito las aguas de los caños de Salaquí y Truandó hasta por el Atrato llegar a Quibdó. Seis horas de miedo. Su vida pendía de la cautela; de conocer los secretos de la selva y los ríos del Pacífico y el sigilo de los pobladores: amigos, parientes, conocidos, chocoanos unidos en las carencias y en la tenacidad para defenderse de la adversidad, de los atropellos. Los mismos con los que Marino se había jugado la vida tantas veces, desde joven.
Recién graduado del colegio de los claretianos en Riosucio en el Bajo Atrato, Marino acompañó a su padre, Marino también, en las primeras luchas que se recuerdan en la región. Se propusieron enfrentar el gran poder de los empresarios del Triplex Pizano, quienes a través de su filial Maderas del Darién se habían empeñado en talar los centenarios troncos para volverlos muebles en las ciudades del interior. Y siguió con la defensa de la Ley 70 que en 1993 le abría la puerta a la titulación colectiva de tierras en cabeza de los negros, que se topó inicialmente con la oposición de los frentes 57 y 34 de las Farc. Pero la prueba fue su templanza para acompañar a la gente golpeada y humillada por la furia paramilitar que llegó encubierta en la Operación Génesis bajo mando de El Alemán con el apoyo del general Rito Alejo del Río, aquel funesto 20 de diciembre de 1996 cuando doblegaron a sangre y fuego a los pobladores de Riosucio y tomaron control del territorio para que desde entonces no se moviera una aguja sin sus órdenes.
La resistencia del Bajo Atrato viene de atrás. De muy atrás, pero la organización de las comunidades tomó especial fuerza en los años 90 como reacción a la empresa Maderas del Darién, que en su empeño en explotar los recursos forestales del Chocó, fue taponando los ríos con residuos de la explotación maderera. Las palizadas bloqueaban el curso e impedían el tránsito de las canoas que transportaban plátano, ajonjolí, maíz. Los agricultores naufragaban con sus productos. Sin protección gubernamental, los campesinos del Bajo Atrato no tuvieron opción distinta a organizarse para frenar los atropellos de Maderas del Darién, subsidiaria de Triplex Pizano. Los misioneros Claretianos se pusieron de su lado.
La memoria de Marino Córdoba toma fuerza con la imagen del padre Javier Pulgarín. Han pasado décadas, estamos en Cartagena el 26 de septiembre para asistir a la firma del Acuerdo de paz entre el gobierno y las Farc, y Marino quizás piensa que el padre Pulgarín, a quien le deben tanto, debería estar ahí. Recuerda con una gratitud inocultable la tenacidad y decisión con la que acompañó a las comunidades de Acandi, Ungia, Murindó y Riosucio para no dejarlas engañar ni doblegar frente a la presión de todos los poderes. En esa lucha nació a comienzos de los 90 la Organización campesina del Bajo Atrato (Ocaba), con apóstoles como el padre Pulgarín y patriarcas como Marino Córdoba padre, a la cabeza, decididos a ir a fondo en su pelea. Pedían poco. Lo elemental: que Maderas del Darién limpiarían los ríos taponados para que se pudiera transitar en bongas y canoas; que el Estado regulará los aserríos y que hubiera inversión tanto pública en privado en salud y educación y servicios a la comunidad. Mientras los empresarios y los gobernantes hacían oídos sordos la gente avanzaba en su organizaba con una fuerza y una voluntad a prueba de todo. Una firmeza que muy poco tiempo después les cobrarían.
“Esto se va a dañar”, fue la advertencia que recibió Marino después de una reunión fallida en la sede de Maderas del Darién en Bogotá, a la que asistió a finales de 1995 como dirigente de Ocaba y en la que participaron además de los empresarios, el representante a la Cámara por el Chocó, César García, y el entonces alcalde de Riosucio Mario Arce. Los empresarios buscaban concretar un acuerdo de cúpula, otorgándole prebendas a los líderes para apaciguar los reclamos de la gente que Marino no aceptó. Las palabras resultaron dramáticamente premonitorias.
La tensión en la zona durante todo el año de 1996 fue tomando voltaje; los chocoanos, cada vez más organizados, no estaban dispuestos a aflojar y los capataces de las fincas y jefes de aserríos tampoco. En la madrugada del 20 de diciembre un grupo de 150 hombres vestidos de camuflado llegaron en pagas por el río. El pueblo dormía las fiestas decembrinas. Venían guiados por un muchacho del pueblo Cesar Arce (conocido como ‘ZC’ o El Alacrán) y con lista hermano sacaban la gente de las casas. La insignia ACCU los identificaba. El comandante de la policía del Chocó, Teniente coronel Rigoberto Ambrosio les abrió el camino y los dejó actuar: se llevaron cinco líderes señalados de colaborar con las Farc. Los asesinaron, tres siguen desaparecidos. Desde entonces los nombres de los comandantes paramilitares Elmer Cárdenas, Freddy Rendón, el Alemán y Carlos Castaño el jefe máximo desde Urabá entraron al léxico cotidiano del Bajo Atrato, como ya había ocurrido con el Frente 57 de las Farc.
Se trataba, sin saberse, de una avanzada; dos meses después ocurriría la más grande acción paramilitar del Urabá chocoano, la Operación Génesis, con el apoyo de Carlos Castaño y coordinada por el general Rito Alejo desde la Brigada XVII en Carepa. Una acción que formaba parte del modelo antisubversivo que empezaba a perfilarse con Álvaro Uribe como gobernador de Antioquia, en el gobierno de Ernesto Samper. La brutalidad y la desprotección a los pobladores fue de tal magnitud que el estado fue condenado por la Corte Interamericana de derechos humanos y el general Rito Alejo del Río, condenado a 25 años de cárcel. Tres mil quinientos chocoanos quedaron a la deriva, buscando abrigo en medio de la miseria en Turbo, Bocas de Atrato y a Panamá.
El Riosucio, de su infancia y juventud habían pasado a ser parte del pasado y los espléndidos caños de aguas transparentes, rutas de tristeza y dolor de miles de chocoanos desesperados por salvar sus vidas. Como él, con su hermano Emilson avanzando suavecito para escapar a la muerte. Esquivó la policía en Vigía del Fuerte, llegó a Quibdó y tomó rumbo a Bogotá. El éxodo había comenzado.
Marino Córdoba llegó a Washington en enero del 2002. Ya había estado en Bogotá trabajando junto a Zulia Mena, exalcaldesa de Quibdó y actual viceministra de cultura, en la organización de afros desplazados (Afrodes). La persecución le tocaba la puerta; “a usted lo van a matar”, le repetían a diario, hasta cuando a mediados del 2000, Witness for peace (acción permanente por la paz), una organización no gubernamental de origen norteamericano, les abrió una puerta a quienes más en riesgo corrían. Entre ellos a Marino Córdoba.
Primero fue en Colombia donde le brindaron protección, hasta que ya en enero del 2002, de la mano de Mary Toliver, a quien había conocido cuando 26 congresistas negros con el veterano John Conyers del Estado de Michigan como jefe de la bancada habían visitado Bogotá, aterrizó a Washington a soportar el primer invierno de su vida. Varios incidentes precipitaron su salida del país que se convirtieron a la postre en pruebas claves para obtener el asilo político ocho meses de después. Las luchas serían ahora en inglés y con el respaldo del poder negro Washington, desde el congreso, los sindicatos y reconocidos líderes sociales. La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, los empoderó aún más.
En la capital norteamericana se encontró con otro asilado, Luis Gilberto Murillo, el hoy ministro de medioambiente. Ambos se volvieron la voz de la causa de los afros colombianos en Estados Unidos con interlocutores de la talla de respetados congresistas como John Conyers y Gregory Micks. Los mismos que han sido capaces de mover la balanza en el trámite del TLC o en las decisiones alrededor del Plan Colombia.
Marino Córdoba fuera el único afro colombiano invitado por el propio presidente Barack Obama al aniversario en la Casa Blanca, en cuya comitiva el presidente Santos omitió llevar representantes afros e indígenas, a pesar del peso que tienen en la población colombiana. Fue este encuentro la oportunidad que encontró Córdoba para interactuar directamente con Juan Manuel Santos en el escenario apropiado. En las negociaciones de paz con las Farc, a las que había conocido en el terreno, los grandes ausentes seguían siendo los afros y los indígenas, dos poblaciones que han padecido el conflicto en medio de fuegos cruzados; golpeados por los paramilitares y por la guerrilla también. Son miles los muertos que han puesto como miembros de las Fuerzas Militares en donde solo ha habido un general negro en su historia: el general Moore. Argumentos para ser escuchados en la mesa de La Habana sobraban, pero el Comisionado de paz Sergio Jaramillo era hostil a ampliar las interlocuciones.
Marino se había empeñado en que “otra vez sin nosotros no” y recurrió de nuevo a su peso en Washington y fue esta la vía que permitió cambiar la ecuación. Los negociadores, en la víspera de dar por concluida la negociación en Agosto pasado, escucharon a una amplia representación de indígenas y afros con Marino Córdoba a la cabeza. El tema y el respeto a sus derechos había entrado a formar parte del Acuerdo de paz de La Habana. Y hasta el momento, nadie de los ganadores del no en el plebiscito, se ha atrevido a cuestionarlo.
*Este texto fue publicado originalmente el 17 de octubre de 2016.