Marilyn Manson: el sacerdote de la iglesia de Satán

Marilyn Manson: el sacerdote de la iglesia de Satán

Brian Hugh Warner, verdadero nombre del rockstar, creó un personaje para vender discos. En la realidad este provocador es un intelectual de izquierda, preocupado por el medio ambiente y los derechos civiles

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julio 10, 2015
Marilyn Manson: el sacerdote de la iglesia de Satán

Decían que se había mandado a sacar dos costillas para poder hacerse él mismo sexo oral y cumplir el deseo imposible del narciso, que hacía sacrificios humanos en sus conciertos, que era Paul, el mejor amigo de Kevin en la serie Los años maravillosos, que se había extirpado el pene y puesto unas tetas de silicona. Él, detrás de su máscara, se reía: cada nuevo rumor le hacía vender una tonelada de discos.

Una vez, a principios del milenio en donde el Anticristo mandaba, Brian Hugh Warner, verdadero nombre de la estrella de rock, se cansó de los lanzamientos, las presiones, los excesos y se sentó a leer esos cuentos oscuros de Ambrose Bierce, Gustav Meyrink y Frank Norris que su amigo y maestro Anton Lavey, sumo pontífice de la Iglesia de Satán, le recomendaba. Se alejó de divas como Evan Rachel Wood, Rose McGowan o Dita Von Teese que lo perseguían y se arrodilló ante la luz de Satanás. El dueño del infierno no es la criatura peluda y malvada de garras y cuernos afilados que pregona el cristianismo. Luzbel, al ser el único ángel que se supo liberar de la tiranía de Dios, se convirtió en un proscrito y, a la vez, en el primer rebelde de la historia. Confinado a la eternidad, el demonio que creó Lavey le enseñó a los hombres que el único mundo que existe es la realidad, que el único pecado es la omisión y comprobaron que de lo que más se arrepienten los moribundos en su lecho de muerte es de lo que dejaron de hacer en vida.

Él, que por culpa del síndrome de Wolff-Parkinson White, enfermedad que le produce desmayos, taticardias e infartos, ha estado mirando constantemente el abismo de la muerte, sabe de lo efímero que son los goces terrenales así que, dispuesto, a emborracharse de virtud, lo probó todo. Primero fue hacer una banda de rock por allá en 1989 compuesta por Daisy Berkowitz, guitarra; Madonna Wayne Gacy, teclados; Olivia Newton Bundy, bajo; y Sara Lee Lucas, batería. Marilyn Manson and The Spooky Kids se llamaba el grupo. Cada uno de los integrantes había compuesto su seudónimo con el nombre de una diva del cine y el apellido de un asesino en serie. Tocaron en antros suburbanos, en sótanos, bares de mala muerte. De noche era un hijo de las tinieblas, de día estudiaba periodismo y arte dramático. Nunca escribió en parte porque lo desilusionaba la forma calculada y vacua que suelen tener los periódicos. Actuar sí lo hizo varias veces, incluso llegó a participar de una obra maestra. Ocurrió en 1997 cuando David Lynch lo llamó para hacer un fantasmagórico papel en Carretera perdida. Hace poco interpretó a un jefe de la hermandad Aria en la serie Hijos de la Anarquía.

En los noventa vino la fama, el escándalo. Una vez tomó un muñeco de felpa y lo envió al público haciéndoles creer que era un cachorrito y que pedía el favor que lo destrozara en su honor. Ya Anton Lavey lo había nombrado sacerdote de la iglesia de Satán así que, en vez de conciertos, oficiaba misas negras con una música apocalíptica, oscura, poderosa. El delirio vino al acabarse el siglo XX cuando escandalizó a un mundo frío e indolente con su Anticristo Superestrella que vendió más de 30 millones de discos. El hijo de la noche se transformaba, súbitamente, en el bicho raro más deseado por las mujeres del mundo, un extraño alienígena eunuco de apetito insaciable. La histeria colectiva hizo que lo declararan persona no grata en 23 estados de la Unión Américana, que vetaran sus discos y que lo acusaran del suicidio de cientos adolescentes solo por tararear sus canciones.

Marilyn, quien ya vivía, para horror de horrores, en la mansión de Cielo Drive, la misma en donde Charles Manson mató a Sharon Tate y a ocho personas más en la peor masacre de Hollywood, sonreía mientras sostenía un libro repleto de versos de Keats en las manos. La estupidez humana siempre lo divirtió.

Ahora en su último disco, The pale emperor, resurge de sus cenizas como el alien que es. Con 46 años a cuestas, más maduro y más sabio, nuestro satánico preferido viene dispuesto, como el emperador que es, a ponerle llamas a las guitarras y a asustar a lengüetazos de fuego, a todas esas viejitas racistas que están convencidas que Lucifer es un tipo alto, negro y feo que acecha, cual merodeador nocturno, a adolescentes virginales que buscan con desesperación al sátiro que sea capaz de arrancarles la virtud.

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