Declaro que hoy escribiré con indignación la columna más dolorosa de mi experiencia como gestor de paz y me estremece por haber sido presidente de dos comisiones, la Comisión de Diálogo del Cauca y la Comisión de Caucanos por la paz.
Una manada de bellacos y bandidos, con el sostén que les da el complaciente sistema productivo que disfrutan, basado en la minería ilegal, la coca y la corrupción mafiosa, cegaron la vida de una mujer anónima que ha pasado a elevarse como uno de los símbolos fallidos de la paz social.
No pretendo dirigirme a los soberbios de cuello inmaculado que celebraron su asesinato e intentaron tergiversar la identidad del grupo criminal.
En un país infestado por aviesos exponentes de la comedia y la simulación, que recorren impunemente por todas las tribunas sociales, económicas y políticas del Estado —no hace falta nombrarlos—, el país los conoce y el solo hacerlo se convertiría en un atentado contra la decencia moral.
Apelo al estupor que siente la patria, los hombres y mujeres libres de Colombia, los intelectuales emancipados de honores y bendiciones burocráticas, los humillados, los desposeídos, los seleccionables para ser mutilados en las casas de pique, de un país donde se exalta la democracia, pero se tortura, se descuartiza y se utiliza a los niños para el trasteo de los cadáveres amputados, como lo denunciaron “los irredentos de la tierra”, en Tumaco, ante el Procurador General de la Nación.
Invoco la dignidad moral de un Álvaro Gómez Hurtado; la pulcritud política de Carlos Pizarro; la valentía de Luis Carlos Galán; la certeza en los acuerdos de paz de un creyente como Dimas Torres, minusválido —peligroso para el establecimiento— a quien “encontraron desnudo, desfigurado, tendido en el piso, (Semana 4/27/2019); la decencia de Manuelito Cepeda; el pundonor de los altos militares que protegieron y protegen los acuerdos; no me dirijo a los rufianes instalados en los altares de la gloria tarifada, donde como burros presumidos rinden culto al heno de sus ambiciones personales.
Mudos, calculadores y callados, ubicados en los costados de la indiferencia, se encuentran los partidos tradicionales y demás firmas políticas, consumiendo, como acólitos licenciosos, el vino y las hostias sobrantes de las sacristías.
Por primera vez, en los últimos tiempos, los colombianos nos negamos a tolerar el horror, el abierto y total desprecio por la vida y las iniquidades del sistema que, desde las torres del hartazgo y la comodidad, los rufianes celebran como roedores la rapiña que mantiene abiertas las puertas de la injusticia y la anarquía.
Basta mirar a granujas ilustrados, ladrones y cleptómanos con las manos mancilladas celebraron, con embriaguez política, que se hayan sellado las cárceles para sus crímenes, por considerarlas mazmorras públicas que vulneraban su moral política. Valerosas excepciones. Su algarabía aún produce repugnancia. Apesta.
María del Pilar, en tu memoria, que no supo de abrazos solidarios, en la memoria de tu honradez, acribillada por el abandono institucional, que el grito desgarrador de tu hijo sea una exigencia y un emplazamiento decoroso para huir de los héroes que desvalijan la honra de la nación y de quienes trepados en las plazas públicas planifican estratégicamente el desconcierto para el apacible disfrute de sus apetitos.
Tu muerte, orgullosa afrocolombiana, encadenada a la pobreza, como una esclava del siglo XVI, víctima de la humillación que soportan los humildes, desplazada social, excluida de la equidad, exiliada en tu propio país, fue una respuesta miserable lanzada contra la dignidad de las mujeres de tu estirpe que hablan de libertades, derechos y reconciliación.
Criminalizada la pobreza en Soacha, en el Naya, en Buenaventura, en la geografía colombiana, criminalizaron tu condición humana para provocarte la muerte.
Tu imagen, María del Pilar, para quienes creemos en la paz con justicia social, es un símbolo que pertenece a millones. Tu pobreza trashumante y silenciosa, que recorrió a Colombia, era una transgresión al orden social que exaltan los sibaritas enceguecidos por la voracidad privada de sus apetencias criminales.
Y no ha sido suficiente que se encuentre cerrada la historia del ciclo homicida de la conquista exterminadora, una hecatombe que en nombre de la religión y la civilización cristiana acabó con una población de cien millones de indígenas (Fernando Báez 2008), en el más grande etnocidio conocido por la humanidad, para que los inquisidores posmodernos continúen impunemente con su exterminio en Colombia.
Salam aleikum.