Se presenta en Bogotá “Marguerite”, una película francesa del realizador Xavier Giannoli. Cuenta la historia de una rica baronesa que ama la música y cree tener voz de soprano. Su esposo, empleados, sirvientes y favorecidos de sus donativos le siguen el juego. El engaño es fruto de cierta lástima y solidaridad sincera pero también del interés trivial de quienes le acolitan el delirio.
Su insistencia por convertirse en estrella de ópera la lleva a confrontarse con un público real. Frente a él, en medio de una situación ridícula y grotesca, hace un último esfuerzo y logra un instante de maravilloso desempeño musical. Eso la convence de ser quien cree ser. Al final, en un gramófono escucha su estridente voz. No aguanta la verdad y fallece. De lo cómico se pasa a la tragedia; de lo prosaico a lo sublime; de la vida a la muerte. Solo queda la tristeza.
La lección es evidente: casi todos inventamos representaciones basadas en nuestra necesidad de reconocimiento. Diferentes entornos y situaciones nos hacen creíble la personificación idealizada. Si tenemos el talento o la capacidad para representar ese papel, todo irá bien. Si es un auto-engaño, nos estrellamos contra el mundo. Sufrimos y hacemos sufrir a otros.
Esa situación relatada de manera magistral por el cineasta francés me lleva a pensar en la tragedia colombiana. Colombia toda y muchos colombianos pareciéramos sufrir de ese espejismo. Nos creemos “la más antigua y estable democracia de América Latina” pero a la vez sufrimos “el conflicto armado sin negociar más antiguo del mundo”.
Cada cuatro años creemos tener la “mejor selección del mundo” y nos vemos como campeones pero, la realidad nos pone a tierra con crueldad: o no pasamos de las eliminatorias o ni siquiera llegamos a octavos de final. Y siempre le achacamos la culpa a “otros”, un árbitro, la mafia de la FIFA o algo parecido.
Colombia y los colombianos sufrimos la enfermedad bipolar o tripolar. A diario desvariamos. En medio de nuestra tragedia vivimos felices. Por algo el programa más popular es “sábados felices”. Convertimos nuestros dramas de violencia y narcotráfico en unos novelones exitosos que producen miles de millones de pesos a sus productores e inversionistas. “¡Somos un caso!”, decimos.
Y al igual que Marguerite vivimos momentos sublimes pero instantáneos. No “coronamos”: siempre dejamos la tarea empezada. La “revolución en marcha” de López Pumarejo; la “restauración moral de la república” de Gaitán; el “acuerdo sobre lo fundamental” de Álvaro Gómez Hurtado y el M19 que le dio vida a la Constitución de 1991. Ojalá el actual proceso de paz no sea otra frustración.
Y en política nos ocurre lo mismo. Tenemos por ahí a quién se creía el gran estratega de la revolución, construyó tácticas y estrategias que jamás consiguieron el favor de nadie y de pronto, se encuentra solo y desvalido por la séptima como cualquier parroquiano. O aquel, que se sentía predestinado a ser presidente de la República y –hasta buenas ideas tenía–, pero fue incapaz de armar un equipo, le dio por mirar a todo el mundo desde la altura de sus ilusiones y, súbitamente, la realidad lo despierta convertido en un exalcalde más.
Ahora tenemos frente a nuestros ojos a quienes se sienten salvadores de nuestro pueblo. Sueñan con una entrada triunfante a Bogotá. Creen que saben cantar y que están sintonizados con el pueblo. Una corte de áulicos les alimenta el mito heroico. Algunos de ellos son sinceros y honestos porque viven con intensidad la quimera. Otros, simplemente les interesa mantener el espectáculo porque se aprovechan de él. Igual que en la cinta.
Los siento tan lejos de la realidad que me aterroriza su reacción… cuando despierten. El verdadero reto será cuando se encuentren con el grueso de la sociedad civil. Ojalá en el camino vayan encontrando sinceros amigos que los hagan aterrizar. Si ello no ocurre el desenlace puede ser fatal. La realidad es cruel y a veces, insoportable.
Que lo diga Marguerite y quienes han visto la película.
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