Esta semana encontré en Internet un artículo sobre el lumbersexual, aquel hombre cuyo cuidado de la apariencia corporal consiste, pecando de simplista, en desentenderse completamente de la misma.
No me resulta atractivo dejarme crecer la barba de un modo descuidado o abandonar el lavado del cabello por semanas, pero celebro que los jóvenes tengan acceso a una imagen de hombre distinta a la de los modelos de Gucci o a la del prolijo presentador de noticias.
Uno de los más nefastos aportes de los medios de comunicación es que nos venden un paradigma de belleza uniforme, un ideal corporal unificado y un distorsionado modelo de ser humano exitoso.
Para nuestros medios el ganador, el bello, es una persona de treinta a cuarenta años, profesional (jamás técnico), que mide entre 1,60m y 2,00m, de piel tersa (cero arrugas), con una familia heterosexual, con hijos (de preferencia dos e idealmente niño y niña), católico, que se alimenta de forma balanceada, que hace deporte tres veces a la semana y que —esto es innegociable— goza de algún tipo de reconocimiento social (mejor si es derivado de su presencia en los mismos medios de comunicación).
Lo triste —y trágico en no pocos casos— es que los niños y los jóvenes crecen expuestos a ese miope modelo, sueñan con alcanzarlo y desperdician en el proceso de hacerlo, sus mejores años, su dinero y su autoestima.
Ellos desconocen, porque nadie se los ha enseñado, que la belleza está también en el extremo opuesto de la balanza, que no todo en la vida es colonia y champagne, y que la existencia termina acorralándonos a todos en una estación de la que solo podemos protegernos si la conocemos.
A lo mejor me estoy poniendo trascendental. Pero lo hago porque estoy conmovido.
Muy pronto en mi vida encontré modelos de hombres perdedores admirables y bellos que me liberaron de la estúpida presión del éxito o al menos de los modelos estándar de belleza y triunfo. Charles Bukowsi, Joaquín Sabina, Tom Waits.
Tal vez no abunden, pero no es corta la lista de músicos, actores o escritores que han encarnado la figura del perdedor, del desprolijo, del aporreado por la vida. Pero son, en su casi completa totalidad, hombres.
Las niñas, las adolescentes, continúan bombardeadas a diario desde los medios y las redes con un modelo de belleza femenina monolítico, inmutable y enfermizo.
Estoy conmovido, digo, porque acabo de descubrir la más reciente personificación de la actriz Margarita Rosa de Francisco. Se trata de Doña Ruth Esneda Barrios Caviedes, La Ranga, una mujer madura, de un poco más de cincuenta años, más bien ajada, vulnerable, reactiva, frentera, verosímil, perdedora, hermosa.
La personificación es espléndida, la verosimilitud que alcanza es admirable, el guion (escrito por la misma Margarita) es realmente divertido, pero lo que me pone la piel de gallina es que una actriz con su prehistoria sembrada en los reinados de belleza, ícono de telenovela y presentadora de reality, tenga los cojones para situarse en las antípodas del personaje glorificado por los medios y nos obsequie una mujer perdedora y deshecha, pero al mismo tiempo viva y divertida.
La directora del programa Los Informantes de Caracol Televisión, María Elvira Arango, en una entrevista reciente, preguntaba a Margarita Rosa por qué le gustaba verse así, tan fea, personificando a La Ranga.
La respuesta de Margarita fue maravillosa y deja muy claro en qué lugar de la valoración femenina están ambas (periodista y entrevistada).
"A mi me parece hermosa", respondía Margarita desde su cabeza tan bien amoblada y con su encantador acento valluno.