Una nueva intención de socavar el páramo de Santurbán bajo el manto de la minería se mantiene firme, muy a pesar de la existencia de una conciencia ambiental de los santandereanos por proteger su único ecosistema de páramo y por supuesto, su gran fuente de agua. Conciencia ambiental que ya había librado una batalla con la empresa GreyStar, la cual en el año 2011 debió retirar su proyecto de extracción de oro a gran escala, nombrado proyecto de Angostura.
Ahora, la pretensión de explotación minera corre por cuenta de Minesa (Sociedad Minera de Santander), la cual solicitó recientemente ante el ANLA el estudio de impacto ambiental para un proyecto minero cerca de la línea que delimita con el páramo de Santurbán. La respuesta de la gran mayoría de los santandereanos se representó con una masiva marcha en la ciudad de Bucaramanga el día viernes 6 de octubre, liderada por ambientalistas y bajo la venia de su alcalde, Rodolfo Hernández.
La resistencia a la minería ha tenido referentes de lucha en el país —consultas populares como la del municipio de Cajamarca (Tolima), donde ganó el No sobre los intereses de las empresas mineras trasnacionales—, lo que ha ocasionado que sectores del gobierno y defensores de la actividad minera cuestionen este mecanismo de participación ciudadana en contra de la inversión extranjera y del crecimiento económico del país. Desde otra mirada los ambientalistas, principalmente, algunos políticos, actores y ciudadanía en generan, han declarado una lucha abierta por la conservación del agua, la vida y el medio ambiente.
En medio de estas dos visiones, la que busca legitimar la actividad minera en el país ha manifestado ambigüedades en sus principios. En las declaraciones del director de sostenibilidad de Minesa, Juan Camilo Montoya, por medio de la emisora La W y de cara al posicionamiento del alcalde de Bucaramanga, aclaraba que la zona donde se presentó el proyecto minero por parte de Minesa es un espacio donde se ha desarrollado históricamente la minería artesanal; que el impacto ambiental se reduce considerablemente ya que esa zona no es parte de la zona alta del páramo, por lo que el alcalde Rodolfo Hernández le refutó que ese ecosistema es un conjunto y sí la afectaría por la intervención minera a gran escala; y, que el proyecto tiene un manejo técnico “bien hecho”, responsable con el medio ambiente, posibilitando un desarrollo económico importante para la región.
Este discurso de salvaguarda hacia la minería es muy coherente con el mensaje del ministro de Minas, German Arce, que igualmente en el mes de marzo se presentó en La W declarando ante la noticia de la consulta popular en Cajamarca. Sus palabras se inclinaron en defensa de la minería legal, responsable con el medio ambiente, “bien hecha”, técnicamente y con estándares de conservación; por lo cual se opone a la minería artesanal e ilegal, la cual se presenta como destructiva con el medio ambiente y en muchas ocasiones asociada a la violencia armada de las regiones. Este mensaje del gobierno fue cuestionado por crítico y desde diferentes posturas, principalmente centrado la crítica en la poca capacidad de gobernanza y control por parte del Estado del territorio nacional indicando que la única manera de hacerlo era desarrollando la industria minera y con inversión extranjera.
Por otra parte, este mensaje también tiene una carga simbólica a manera de sofisma. Este discurso hace un juego de imágenes donde se constituye una dualidad inherente sobre la actividad minera, es decir, se presentan dos maneras de hacer minería: legal / ilegal. Las dos son opuestas y tienen características, podría decirse, antagónicas. Desde esta lógica la minería legal es sostenible, bien hecha, técnicamente y ambientalmente responsable con el medio ambiente. La ilegal carece de principios jurídicos, depredadora con el medio ambientales y si se le quiere decir, criminal, cuando la misma se asocia al aparato económico de grupos armados al margen de la ley.
Muy por el contrario considero que estas dos formas de hacer minería en la práctica son muy semejantes, de hecho son dos caras de la misma moneda. Tanto la minería legal como la ilegal tienen unas cargas muy negativas para el contexto social y ambiental colombiano. Por mucho que los conceptos técnicos blinden la práctica de la minería legal, en suma se terminan generando impactos ambientales en muchas ocasiones irreversibles. Es claro que la minería ilegal tiene una imagen menos tolerable, incluso cuando se masifica como se ha presentado en departamentos como el Choco y Antioquia, por lo que sus implicaciones ambientales son nefastas.
Pero, en departamentos como la Guajira y el Cesar donde operan ampliamente la minería legal y carbonera, el hueco (literal) en el suelo y la biodiversidad que sopesa por su actividad va ser un pasivo ambiental sin precedentes para la historia del Caribe colombiano.
Es claro que no es la misma minería que se practica en las cordilleras colombianas, en los llanos orientales o en el Caribe continental, se presentan diferencias contextuales y de tipo de explotaciones: oro, carbón, cobre, fosfato, potasio, magnesio, uranio, hierro, entre otros, por lo cual se generan disimiles impactos ambientales. Lo que sí es obvio es que no existe una minería impacto 0 con el medio ambiente y en las dos prácticas, legal o ilegal, se generan pasivos ambientales importantes para la realidad ambiental del país. Incluso entre las dos se ha presentado en muchos contextos una relación directa. En un trabajo de investigación desarrollado por Colciencias y la Universidad del Magdalena, “Impactos de la actividad carbonera en los departamentos del Cesar y Magdalena”, publicado en el 2010, se contextualiza un proceso donde el departamento del Cesar, en la génesis de la actividad las primeras manifestaciones se organizaron desde una economía de subsistencia, minería artesanal (asociada a lo ilegal) desarrollada por mano de obra campesina local entre los años 70 y 80, pero por la presión del Estado ante la regulación y generación de proyectos mineros formales poco a poco se termina adjudicando toda la actividad en mano de multinacionales extranjeras.
Esto en su conjunto es la lógica del sofisma sobre la actividad minera en el país. Se privilegia la inversión extranjera en contra de las realidades locales, en contra de una noción de economía regional. Dos gobiernos le han apostado durante ya casi dos décadas a la “locomotora minera”. Sin embargo, sus beneficios reales son menos que escasos y ha generado más tensiones sociales en las realidades territoriales que soluciones a las necesidades y requerimientos locales.
La cuestión no es un radicalismo a la minería en Colombia, de hecho la minería artesanal, con apoyo directo del gobierno, a pequeña escala es una solución para el campo colombiano, porque reitero, sea ilegal o legal, a gran escala, se generan grandes impactos sociales y ambientales, eso es un hecho irrefutable.
Igualmente es la oportunidad para repensar la economía como país, si queremos seguir siendo una “República Bananera” —Minera para estos tiempos— o aprovechar de manera creativa nuestra biodiversidad y capacidades de crecimiento. Todavía estamos a tiempo de generar o reactivar estrategias: ecoturismo sostenible a gran escala pero con altos controles de manejo, sin dejar sobrepasar los intereses económicos ante el principio de conservación; desarrollar ideas de empoderamiento agrario acorde con las realidades regionales, realizando un manejo controlado de la frontera agrícola ya que igualmente la deforestación y la ganadería generan pasivos ambientales significativos. En fin, cambiemos el chip y despeguemos con nuestras propias manos sin dañar tanto nuestros entornos naturales como principio, dejemos de depender de las bondades de la “confianza inversionista” por la “confianza en nuestras capacidades de crecimiento propio y autónomo”; de lo contrario estaremos como al final de la novela “El coronel no tiene que le escriba”, de Gabo, donde la mujer le pregunta al coronel, en este caso Colombia a su economía, “Dime qué comemos”, contestándole: “Mierda”…