Que Diego Armando Maradona fue un excelente jugador, nadie lo duda. Que fue un hombre polémico, igualmente. Disparaba a periodistas atrincherado en Buenos Aires cuando iban a fotografiarlo sin permiso. Le cascó varias veces a su mujer y nunca fue a la cárcel por violencia de género. Metió más droga, dicen, que Diomedes Díaz. Hizo la "mano de dios" en el mundial de México y jamás mostró arrepentimiento por esa trampa. Lo adoraba la mal llamada iglesia Maradoniana. Nada de eso se discute.
Pero creerlo dios, o mejor dicho Dios, raya en la comprobación de la estupidez humana. Una de las características que todos reconocen de él es la inmortalidad. Qué hay o no hay después de "pasar al tartagal", como decía mi abuela, nadie lo sabe. Los que seguimos la Biblia original o la Torá creemos que nada. "Los muertos no piensan ni sienten", dice la sagrada escritura.
Los que creen en el alma inmortal, como Platón, o quienes siguen las teorías paganas de la trinidad, instaurada por Constantino en el Concilio de Nicea en el 325 d.C., dirán —como Pelé— que Diego lo esperará "en el cielo para jugar a la pelota".
Pero el colmo de la estúpida idolatría de los humanos comunes y corrientes, aquellos que llevan a La Liendra y Epa Colombia a ser afamados y ricos "influenciadores", es creer que verdaderamente Diego era Dios. Veo con sorpresa muchos titulares y notas de prensa en este sentido.
La verdad es que Diego Armando Maradona Franco ya no está entre nosotros, y su cuerpo empezó a descomponerse desde hace algunas horas. Mañana será un recuerdo. Un gran futbolista sí fue, pero probado está que no era dios, menos Dios. Él no pudo ni podría jamás decir, como YHWH (Yahvé) a Moisés, "yo soy el que soy y por mí todas las cosas llegan a ser".
YHWH Dios verdadero los bendiga.