La historia de diversas civilizaciones y culturas no es ascendente de lo “inferior a los superior”, en el sentido de la visión de ‘progreso’ predominante en occidente. En el desarrollo técnico y científico puede que funcione la idea, si desde épocas primitivas partimos de inventariar todos los complejos aparatos que a lo largo de milenios han inventado a partir de la rueda, por ejemplo. Pero en cuanto a auge de la vida económica y cultural de las sociedades, los altibajos han sido regla, acompañando el crecimiento, auge y decadencia, como sucedió a los imperios: romano, egipcio, maya, persa, británico, soviético, etc.
Las costumbres también han variado a lo largo de los siglos, en diferentes civilizaciones y sociedades y también el papel de la mujer, que en la historia, si partimos del matriarcado, fue determinante y posteriormente, en las sociedades patriarcales, sufrió épocas de esclavitud y desconocimiento de sus derechos y otras, en las que luchó contra cadenas visibles e invisibles que limitan el florecimiento de sus gran potencial creativo e integrador en medio de “machos depredadores, bravos, guerreros y huevones”, como los que predominaron en la Colombia del siglo XIX, marcada por la guerra de la Independencia y las que le siguieron entre los caudillos ambiciosos de poder político y económico, tal como lo expresó el escritor Víctor Paz Otero, cuando recientemente presentó en Popayán, la reedición a cargo del editorial López, de su novela sobre la vida de Manuelita Sáenz, que junto a Policarpa Salavarrieta, Antonia Santos, Ana Josefa Morales Duque, las Ibañez, las ‘ñapangas’ y ‘guaneñas’ que acompañaban a las tropas desaliñadas, florecieron en un medio donde las ideas libertarias de la Ilustración y el predominio de laxas costumbres francesas influyeron para que a su manera, se salieran de los moldes de las damas rezanderas y ‘atildadas’ de la época colonial, con su banda sonora de misas cantadas en latín y eternos rezos de rosarios entremezclados con las ‘tentaciones del demonio’ aflorando mojigatamente en los claroscuros de confesionarios y claustros, o en los sueños ‘místico eróticos’ que desde el subconsciente de la carne reprimida le brotaban a las damas y monjas de la época idealizando sus ansias de apasionados goces mundanos con la entrega al crucificado, mientras masoquistamente se flagelaban con la cruz, como lo expresaba en sus escritos, la tunjana sor Francisca Josefa del Castillo.
Para Víctor Paz Otero, “el espíritu humano y la poesía no tienen sexo” y escribir la novela en primera persona, desde los femenino, fue un gran reto cultural, metafísico y biológico, pues la mujer es producto del sueño y de la sensibilidad que son superiores a la inteligencia” y Manuelita se movió en un siglo sin mujeres, en la historia oficial, dedicada a exaltar a los machos depredadores del siglo XIX: “Quería rescatar a la mujer en la historia desde el amor y la ternura en medio de las guerras”. Recordó al escritor Giovanni Papini, con su tesis sobre el mito del Génesis, que lo entendimos mal, pues Dios creó al hombre del barro y cuando este seguía triste en el paraíso lo durmió para de una costilla crear a la mujer. “La civilización occidental entendió mal la metáfora: el hombre es hijo del barro y la mujer del sueño. El hombre tiene inteligencia cercenada, pobre y fallida. Puede producir ciencia pero sin sensibilidad. El artista piensa como hombre y sueña como mujer. Por eso Miguel Ángel, Beethoven y Dostoievsky son más trascendentes que los científicos. En Bolívar rescata el ser guerrero y en Manuelita la poesía. Manuelita es un Bolívar con tetas y el destino hizo que milagrosamente se encontraran los amantes, un 22 de junio de 1822”.
“El padre de Manuelita era un godo que vino a ‘hacer la América’ a buscar riqueza y tierras. Un azar lo trajo a Popayán a finales del siglo XVIII, donde conoció a Ana Josefa Campo Larrahondo con nexos en Quilichao. Se casó y fundó un negocio que no prosperó y con mujer e hijos se fue a Quito, donde prosperó y tuvo una amante de apellido Aizpuru, madre de Manuela nacida en 1795 y quien compartió con sus hermanos del matrimonio y fue preferida de su padre. Después de una juventud agitada que incluyó la fuga con un coronel español, contrajo nupcias por conveniencia con el médico inglés Thorne a quien abandonó después de conocer a Bolívar y seguirlo hasta vísperas de su muerte para terminar desterrada por los seguidores de Santander, en compañía de su mejor amiga, una negra liberta, en el pequeño puerto peruano de Paita, refugio de cazadores de ballenas, donde lo único grande era un burdel y en donde la visitó el escritor Herman Melville antes que una epidemia de fiebre amarilla se la llevara en 1856.