El primero de octubre a las cinco de la mañana Manuel Hernández entró a la eternidad. Nos dejó el mejor ejemplo de la dignidad humana y la franqueza de un hombre que buscó en el mundo abstracto de su pintura un alfabeto de signos que hablan —como el artista ruso Kandisky— el lenguaje de la espiritualidad. Un bello mundo que, por abstracto requiere del empeño de la búsqueda por un enorme ideal. Por eso el arte es y será siempre parte del empeño que se llama constancia en creer en lo propio, en la instancia íntima y profunda que necesita siempre y sin cansancio de una enorme fuerza interna.
En el mundo de Manuel Hernández importa la ética de los signos. A la manera de los clásicos, buscó siempre la quietud de formas que flotan en el espacio. Su alfabeto geométrico lo restringió a dos formas: al óvalo y al rectángulo. Y con ellas pudo contarnos la infinidad de incidentes que ocurren dentro de su pintura y que en su historia, tienen que ver con la infinidad de luces que aparecen en el espectro de una atmósfera o en el brillo de un borde que se asoma mientras se descompone la luz en fragmentos. Y, en todo este infinito pero complejo trayecto pictórico, buscaba apagar el protagonismo de un color mientras él buscaba a la sordina. En otras obras, también sutiles, se permitía la libertad como el español Miró a un juego alegre entre las formas de colores de luces brillantes.
Pero en general, Manuel Hernández inventó mundos intangibles, de argumentos invisibles donde solo el silencio importa. La idea misma, de ese no sonido silencioso que buscó, es en su obra una aproximación conceptual.
Manuel Hernández se expresó con medios tradicionales dentro de la pintura, pero en sus tiempos era desconocido el medio en el que se quería expresar. Estudió la fórmula en Estados Unidos y vino a Colombia con el acrílico a pintar su mundo, que lo expresó mientras buscaba en un borde roce de las superficies sutiles.
También, como Durero tuvo siempre conciencia de la posibilidad de una línea abierta o una cerrada. Le interesó el manejo de la vibración de esa línea en la que se presiente una curva o que proyecta un movimiento quieto. Todos puntos sublimes dentro del dibujo y la pintura.
En la pintura y en el trabajo del color, lo importante fue la luz. Pero la construyó desde el hoyo que es el color negro. El negro rotundo porque incluye todos los colores. Manuel Hernández sellaba sus fondos mudos, para crear una segunda superficie de donde nacen las formas —tan geométricas, poéticas como surrealistas— que flotan en otra dimensión, en un tímido relieve de brillos. Como si fuera magia, esos brillos se integran a la superficie. Y en todo momento el silencio permanece incólume. También existió su lado surrealista donde le gustaba gozar la vida interior, donde el mundo brilla desde la inconsciencia del color, donde lo precario de la vida se entiende desde el soñador definitivo que manejaba con la sabiduría del pintor.
Manuel Hernández hace parte de los grandes colombianos abstractos como Edgar Negret o Eduardo Ramírez Villamizar. Se nos murió a 19 días de celebrar sus 86 años y nos dejó un legado elegante de lo que fue un artista donde lo importante fue siempre la integridad humana. Por eso su ausencia no nos deja huérfanos. Tenemos el tesoro de la vida de un ser humano y el testimonio de su amor y búsqueda por ser un artista profesional.
Fecha de publicación original: 4 de octubre de 2014