Esto lo escribió el poeta Darío Sámago, 10 horas antes de morir, bañado por la luz plateada de la luna llena:
La droga más poderosa del mundo es una glándula afincada al lado del corazón de un sapo gigante del Amazonas. Al monstruo hay que tomarlo entre las manos, enterrarle el cuchillo y abrirlo en dos. La pelota de la felicidad tiene el tamaño de una almendra y el color de la sangre del Alien de Gigger. Con una pinza le haces una leve incisión, la glándula expide un líquido azul, pegajoso y de fétido olor. Lo mejor es ponerlo sobre un vidrio, esperar que se seque una hora. Calmas la ansiedad saliendo al jardín a comprobar que las trampas para sapos son realmente efectivas. Te miran con sus ojos inexpresivos y en alguno alcanzas a percibir el guiño de un ojo: No has probado el DMT y ya estás flipando.
Entras de nuevo al laboratorio y compruebas que el líquido se ha cristalizado. Ahora se ha transformado en la costra que deja la esperma derretida un día después de la asunción de la Virgen. Con una espátula la levantas y llenas la pipa. Pones tu disco preferido: Lou Reed te habla desde el inframundo, suéltate, él será el Virgilio de tu infierno. La pipa no carbura, recuerdos de noches pasadas, ahora qué pereza da ponerse en la labor del deshollinador decimonónico justo cuando estás a punto de abrirte a los espíritus habituales quienes por ocho horas usarán tu cuerpo como un refugio.
Ahora sí los pulmones están dilatados y la pipa también; el fuego es de un rojo incandescente, como si estuvieras fumando piel de dragón. Una calada bastará. Solo es recostarse en la hierba y no sucumbir ante esa pequeña muerte que experimentarás al principio. Se te olvidará respirar, los ojos se pondrán en blanco, el sudor es gélido y si te resistes morirás al instante. Es un minuto, quizás dos, pero el dolor queda. Incluso muchos años después de tu iniciación no te acostumbrarás a este descarado coqueteo con la muerte.
Entonces empiezas a ver una hilera de pájaros inmóviles con la cabeza reventada sobre un piso de madera. Turpiales, calandras, bebés guacamayos y una rara especie que tu sabiduría biológica adquirida en años de coleccionar las monitas de chocolatinas Jet no te permitirán dilucidar. Sigue a los pájaros y encontrarás a una pareja de ancianos asesinada en el lobby de un hotel, una mano invisible que tritura la carne y otra que te arrastra por el pasillo hasta el borde de la escalera.
Ojalá nadie mire el poder de tus pupilas dilatadas, ojalá nadie se entere de que estás en una región del cerebro a la que muy pocos logran tener acceso. Las imágenes cambian y no siempre son sangrientas. Si logras poner algo de Satie los espíritus buenos aparecerán, es una lástima que cuando me da por abrir ranas no me acuerde de Satie. Me acuerdo sí de que afuera está el mundo y sus ruidos y sus carros y su gente, entonces me meto debajo de la cama, con la cobija encima y cierro los ojos con la tibia esperanza de que al abrirlos ya no esté allí. Los abro y como por mi cuerpo cabalga el DMT logro ver la inmensa biblioteca de escalera en espiral. Libros en piel humana, la primera versión para Occidente del Fedon y unas cartas de amor de William Burroughs a una amante en Cartagena son algunas de las piezas que conforman sus estantes.
Me fijo bien y el techo también son libros. Allí estaban todos los que alguna vez leí de niño y el tiempo me los fue quitando y otra vez era yo el mismo niño que se entusiasmaba ante sus portadas. La sala solo tiene, en el centro, una mesa de mármol de patas elefantiásicas. Tiene una inscripción en el centro pero yo ni siquiera en el delirio logro saber qué dice. Hay un palo cuya punta tiene una garra de águila. Agitado empiezo a golpear el techo y los libros caen en el suelo, estallan y en vez de deslomarse se transforman en ratas y ellas empiezan a cubrirme y a dentellada limpia sacian, con mi carne, su hambre milenaria.
Los vecinos corren asustados, llaman una y otra vez a la puerta pero nadie les contesta. Toman impulso, sacuden sus goznes de hierro y entran. Lo que ven les da risa y un poco de lástima: en el centro del apartamento un simpático gordito se revuelca entre sábanas amarillentas, tres ranas agonizantes se arrastran por el piso. El gordo mira a sus vecinos, sonríe con su boca sangrante, los señala y les escupe estas incomprensibles palabras:
—Tekeli-li, Tekeli-li —decía una y otra vez.