Stanley Kubrick, el genial director que supo adaptar y llevar a la pantalla grande a La naranja mecánica, la novela más destacada del escritor inglés Anthony Burgess, no se equivocó cuando alguna vez dijo: “si puede ser escrito o pensado, puede ser filmado”. El cineasta neoyorquino sabía muy bien, cuando analizaba todas las posibilidades de su arte, que si una historia era lo suficientemente buena para ser contada, pues simplemente estaba hecha para que una película la acogiera y la diera a conocer a un público ávido de buenas representaciones. Al parecer David Fincher, el director de Mank, también tenía las cosas muy claras cuando decidió homenajear a su padre, Jack Fincher, con una producción que nos presenta a Herman J. Mankiewicz, el escritor al que algunos consideran el único autor, en lo que concierne al guion de El ciudadano Kane. Comprendía que en un secreto a voces hollywoodense estaba todo el condimento necesario para una gran película: esa que nos lleva a conocer los años dorados, pero igualmente truculentos del cine norteamericano.
Aunque es algo que desde hace décadas se ha venido discutiendo, realmente nadie sabía que Mankiewicz tuvo que compartir los créditos autorales de El ciudadano Kane por un acuerdo que había hecho con Orson Welles, el niño prodigio del cine de los años treinta. Si analizamos dicho pacto, que Mank logra aterrizar al final de la cinta, se logra comprender que él corresponde a una época en donde el escritor, por más talento que tuviera, no era más que un esclavo de los grandes estudios: dependía de lo poco o mucho que estos pudieran ofrecerle. En este sentido, muchas veces sus historias terminaban omitiendo su nombre, pasando al anonimato como cualquier operario de una gran película. Por esos años, los de la gran depresión, el cine se hacía como se ensambla un carro, en el que no se marcaban los nombres de sus diseñadores, ni muchos menos los de aquellos que lograban armarlo: los réditos autorales se quedaban en el escritorio del dueño del estudio. Capitalismo puro, ¿no?
Sin embargo, Mank, desde la óptica de David Fincher, reclamó su derecho: ese noble deseo de pasar a la historia como el poeta de una de las metáforas más extraordinarias del mundo contemporáneo. Su autoría igualmente la avala Rita Alexander, la taquígrafa que lo asistió, aunque algunos le den a Welles su cuota creativa y digan que su genio definió la escritura final del guion. Pero para muchos –los que han dedicado libros y artículos investigando el tema– todo se trató de la maestría de un hombre que, aun sabiendo que su brillantez estaba llegando a su final, pudo plasmar el espíritu de su época en una historia en la que no fue un personaje más. Lo que se diga de él, aparte de su talento, no es más que ficción o simplemente una excusa para hacerlo héroe del mundo que los archimillonarios quisieron crear a través del cine.
Por lo demás, se le augura a esta gran película muchos premios: de verdad que se los merece. Qué decir de Gary Oldman, más que extraordinario: el mejor actor que tiene Hollywood en estos momentos. Es que no se había visto últimamente una producción que hiciera cine sobre el mismo cine, una secuencia hipertextual que solamente los que coleccionan historias pueden disfrutar, comprendiendo que no todo lo que brilla es oro y que a veces el costo de la fama exige grandes sacrificios. Quizá por eso Marilyn Monroe, el sueño sexual de todo hombre norteamericano, acertaba cuando dijo que “en Hollywood te pueden pagar 1.000 dólares por un beso, pero solo 50 centavos por tu alma”. A Mank no le pagaron por besar a nadie, pero si quisieron que su arte se vendiera por muy poco: entendió que la gloria no se compra con dinero, sino con el reconocimiento de un gran legado artístico. Que siga rodando el mundo, y que se sigan haciendo películas que motiven grandes reflexiones.