Ya hacía falta una lluvia de esas que caen en Manizales. Una lluvia de principio de año, de postal, que limpia las calles y algunas veces el alma; como agua que se apresura danzante sobre las almas del más acá. El agua es milagro salvaje que baña a la gente en huida, obligándola a correr y a cuidar de sí para no agripar.
El agua es parte de nuestra ciudad, lo sabe la Enea y la Sultana, lo sabe Chipre y el Galán. Hay lluvias que causan el abrazo de una pareja de enamorados mientras se escampa bajo un techo cómplice. Hay por demás, amores que nunca pudieron ser porque ninguna tormenta los condujo a escamparse como conyugues.
Y las construcciones de esta ciudad son testigos valientes del café a determinada hora, de la siembra de flores en los antejardines, de tender plásticos en las laderas, de chaparrones y resfriados, de meterse bajo las cobijas, de ropas empapadas, cabezas pensativas y horas atrasadas. Se guarecen por doquier los manizaleños … solitarias las calzadas.
El agua silencia las construcciones. Si usted mira, posiblemente logre ver lo bonita que es la gente, pero el cemento permanece delante de los ojos. No es fácil resistir en la calle. En las construcciones mientras llueve uno aprende a estar frío y solo. Son las cavernas del ocultamiento en defensa del peligro. El peligro es un chorro que impide el paso de los peatones por las avenidas y el abismo.
Todas las calles están mojadas. Pistas solitarias vigiladas desde quicios y ventanas por si acaso disminuye el ritmo de la lluvia para que la vida pueda continuar. Pensamos salir del concierto arcano del agua para volver a la urbe sórdida de la actividad, donde los cuerpos no se inquietan por un resfriado ni se ocupan de pensar.
Una mujer pasa horonda con su paraguas desafiando el riego de la tempestad, camina al uso de su libertad. Como si fuéramos lobos en sus escondrijos, aves exóticas o arañas zancudas tras las cortinas que miran las alturas. Y aunque cazáramos para comer, voláramos alto y trepáramos el tiempo, seríamos todavía viles criaturas. Porque somos hijos del diluvio. Este es nuestro secreto: la paz viene con la lluvia.
Manizales es del agua, aunque ninguna capital la envidie. Algunas serán del fuego, del aire o de la tierra prefiriendo otro elemento que ser agua de la fuente. Pero las construcciones son agua también. Lodo, avalancha, atardecer húmedo sin ley. Cielo roto. Una sábana de caturros, una basílica siempre empapada, una bufanda blanca que desciende en la noche y un poema recién olvidado. Un río a punto de crecer.
Toda lluvia es un bautismo que al pasar se lleva la rutina cual espejismo. Es el sacramento de los barranquillos sobre cables en la vía, la cordillera en la periferia y unas puertas abiertas por donde entramos cada día. Es una precipitación arropada y por si fuera poco es el arte de la vida.
La lluvia es ceremonia y azar, es lo que se evita y se desea presenciar. Un mojado que se cambia de ropa o un seco que se quiere mojar. Es cada tempestad que desplaza el rumbo, pero incluso, nos da tiempo gota a gota de escampar.
El agua es un milagro inesperado. Es una lluvia con sonidos armónicos naturales, crecientes y estridentes. Si el aguacero es ejemplar y las nubes pasan dejando Manizales, pronto hemos de continuar a sabiendas que afuera el alboroto no se hará esperar.