Con el símbolo de la caída del muro de Berlín en 1989, se suponía que el mundo dejaría de girar como un péndulo al vaivén de dos grandes potencias que pretendían imponer sus modelos, en lo que llamaban la Guerra Fría. Grandes muros mentales separaban a las naciones que poco a poco se fueron derrumbando, en un momento en que algunos autores profesaban que se venía la era del último hombre y del fin de la historia. Qué equivocados estaban, al punto que hace poco le correspondió rectificar su premisa a este gurú del neoliberalismo. Mucho está aún por construir y deconstruir.
En Latinoamérica como preámbulo empezaron los países del cono sur a recuperar la democracia luego de cruentas dictaduras. En Colombia el coletazo de ese momento de ebullición, después de una década de decepciones y de violencia generalizada que llevó a la ruptura de procesos de Paz, a prácticamente la exterminación de un partido político y a la dejación de armas de un movimiento insurgente, se concretó en la reforma de la Constitución cerrada que durante más de un siglo había dirigido los destinos del país.
Un grupo variopinto de jóvenes, para esas épocas, integró un movimiento nacional por una séptima papeleta que acarreó que el poder constituyente primario, así no estuviera establecido este mecanismo en la Constitución del 86, convocara a una Asamblea Nacional Constituyente, la cual se llevó a cabo, mientras otro grupo guerrillero pactó con el gobierno su reinserción, para integrarla, en uno de los gestos de Paz más recordados de finales del siglo XX en nuestro país. Constitución que volvía imperativa la construcción de la Paz como un derecho y un deber, que buscaba una apertura democrática que permitiera en su desarrollo, el goce efectivo de derechos y el ejercicio pleno de la ciudadanía para las mayorías, en el marco de la consolidación de un Estado Social y Democrático de Derecho.
En la siguiente década, pronto vinieron otros procesos de Paz con reductos de organizaciones guerrilleras y movimientos indígenas armados, quedando pendiente el fin del conflicto con las FARC y el ELN, con nuevas rupturas en intentos de dialogo con los resultados de una gran estela de sangre, degradación de la guerra, pobreza, víctimas y desplazamientos forzados por la violencia, el fenómeno social de la arremetida paramilitar y sus alianzas con la política tradicional en el territorio para secuestrar muchas instituciones, las continuas reformas a la Constitución de 1991 para limitarla, la economía subterránea con su poca línea divisoria entre la informalidad y la ilegalidad soportando nuestras finanzas, la reafirmación de un modelo de capitalismo del desastre que privilegia a unas élites cada vez con más poder y nos tiene en la mecedora de la deuda eterna, de una percepción de que el país no avanza, así se cruce el río de la sociedad del saber, del pluralismo, de la ciencia y la tecnología y del comercio libre.
En medio de un modelo, que durante cerca de una década buscó la solución final al conflicto armado a través de la profundización de la guerra con el apoyo de gobiernos extranjeros, en el ciclo de la política real, cuando se vuelve a comprobar que, por muchos factores y raíces del conflicto, ni la fuerza pública podría vencer en su totalidad a las guerrillas ni la insurgencia por las armas se podría tomar el poder, se retorna a la iniciativa de la búsqueda de la Paz.
Nelson Mandela, después de ser privado de la libertad y estigmatizado durante 27 años, luego de los acuerdos de Paz que pusieron fin a la segregación del Apartheid, por los que recibió el Premio Nobel de Paz compartido con de Klerk, lo que permitió que, invicto, un gobierno de transición llegara al poder en Sudáfrica, con muchos aciertos y algunas críticas, como por ejemplo las privatizaciones, implementando las mismas políticas de apertura liberal en el comercio entre naciones que han profundizado las brechas sociales y que al sol de hoy, hasta el Papa Francisco clama sean reestructuradas, dejando atrás el deseo de venganza y caminando hacia la reconciliación, nos enseñó que si alguien puede aprender a odiar, también puede aprender a amar, que luchar contra la pobreza no es un asunto de caridad, sino de justicia y que si no hay comida cuando tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia no es más que una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento
Mandela, cuando pidió, sin olvido, en en discurso de posesión en 1994, que había llegado el momento de curar las heridas; cuando habló de unidad nacional, de renovación, de Paz completa, estable y duradera; y cuando, más que todo, llamó a la esperanza, nos legó esta frase que ojalá en el momento en que se firmen los acuerdos de La Habana que pongan fin al conflicto armado con las FARC, sirva de cimientos para la construcción colectiva de la Paz y la reconciliación en nuestro país: “Que haya justicia para todos. Que haya paz para todos. Que haya trabajo, pan, agua y sal para todos. Que cada uno de nosotros sepa que todo cuerpo, toda mente y toda alma han sido liberados para que puedan sentirse realizados”. Esa es la Paz con justicia social que muchas y muchos anhelamos. Esa es la Paz posible.
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