Nunca imaginé que un hecho tan abrumadoramente natural y tan elemental, como el de ver una madre amamantando a su hijo en cualquier sitio, donde hubiera necesidad de hacerlo, pudiera convertirse en un problema serio de intolerancia y de convivencia. Como ocurre hoy en tantos lugares del mundo, mucho más frecuentemente de lo que pudiéramos desear y sospechar.
No se trata de episodios aislados en una u otra cultura, sino la constatación de reacciones extremas frecuentes que se repiten en sociedades de los más diversos signos. Mala cosa.
Da vergüenza ciertamente constatar lo estúpido y lo retrógrado de la manera en el que mundo contemporáneo, sus políticos prejuiciosos, sus comerciantes arrogantes, sus religiosos sectarios, sus educadores ignorantes, pretenden demostrar que quieren gobernar y orientar las sociedades de hoy.
Y quieren, con proyectos tan desnaturalizados, corregir, construir, reprimir, proponer, prohibir, formas de convivencia disociadoras y castrantes, pretendiendo sentar precedentes de respeto a los derechos que reclaman ciertas sensibilidades ofendidas y enfermizas, en las que el morbo ha deformado en el sano y natural ejercicio de la costumbre social de mirar o contemplar un seno. Consecuencia, tal vez, de la pornografía omnipresente y libremente circulante.
Así como puedo admirar una bella teta al aire, o el nacimiento de un seno apenas sugerido en el diseño de un escote, también puedo decir que soy un confeso adorador de una mujer que saca un seno de su pecho para alimentar a su hijo, de un día, de un mes o de dos años, en la banca de un parque, en el puesto de un bus, en la nave de una iglesia, en la corte de un juez, en el lobby de un edificio gubernamental, en una oficina pública, en la indigna sala de una EPS, en la cafetería de un supermercado, en una calle o en un andén, en la mesa de un restaurante, en un salón de clases de una universidad, esposada en un CAI, en fin… en la Plaza de San Pedro en Roma, en el Salón Oval de la Casa Blanca, en una mesa de negociaciones en La Habana. ¡Maldita sea, que es a su hijo al que amamanta, no es a un amante!
No importa cuál sea el sitio si allí el hambre de un niño reclama el altísimo y sagrado performance de una madre que amamanta a un hijo. No importa si este es negro, amarillo o blanco; pobre o miserable, legal o ilegal, sano o enfermo, niño o niña. Y nadie puede invocar ningún derecho o argumento superior a ese que parece venir dictado de la belleza y verdad de ese acto al mismo tiempo íntimo y social.
No puede haber más argumento que el del solo llamado natural, puro e instintivo, que permite que la humanidad se refunde y renazca, como en un mito humildemente repetido, cada vez que una madre inunda el cielo de la boca de su hijo con la vía láctea que sale de su seno.
Lo que resulta en verdad intrigante es ver cómo un acto que anteriormente, al parecer, no despertaba ningún tipo de susceptibilidad en quien lo presenciaba, que no fuera más que un cierto íntimo pudor, acaso delicado y elegante, ahora resulte puede llegar a ser ofensivo a individuos o colectividades que reclaman que se legisle y se norme un acto tan definitivo de la condición humana, pervirtiéndolo y ensuciándolo de increíbles sospechas e inconveniencias, que no han hecho más que aumentar los pretextos para la xenofobia, la discriminación y la exclusión a través de la reactualización de viejos prejuicios sexuales, raciales, políticos y sociales.
¿Fue siempre así, o es que las redes sociales, que ahora vuelven fenómeno mediático cualquier cosa, han hecho que ciertos casos aislados parezcan conductas sistemáticas? No lo creo. Creo que esta vez las redes han permitido denunciar la ocurrencia de casos aberrantes de maltrato en mujeres de muy diversa condición aunque al mismo tiempo banalicen las razones profundas del asunto.
Ojalá y no ocurra, pero si las cosas siguen así pronto veremos hordas de nuevos Herodes, enceguecidas por el odio a la lactancia y a los senos, lapidando mujeres en los parques y en las calles de ciudades de aquí y de allá. O sacando a la fuerza de sus cunas a los niños lactantes para degollarlos en público y venderlos por debajo de cuerda a compañías multinacionales de cosméticos, con toda la doble moral del capitalismo criminal de hoy.